ss

Posted by : Unknown domingo, 4 de octubre de 2015

¿Esto es mi culpa verdad?, ¿Aquí aterrizo el castigo de aquella divinidad que tanto odié?, ¿Qué tan pecaminosa es mi existencia para permitírsele vivir en penuria incluso bajo este infierno helado? ¿Cuándo fue que las ardientes llamas se tornaron filosas lluvias de cristales?



El solitario ente se lamenta. La vespertina luz del ilusorio sol se desliza por las fauces de la cúpula, que en su tiempo exhibía magníficas e inmutables figuras de santos, posándose finalmente en aquel ser recostado sobre crujientes cristales.

Graznidos se escapan desde las oscuras sombras en el cielo, que aletean lentamente bloqueando los rayos del sol. Ellos son quienes han venido a purgar su pecaminosa alma, y ansiosamente revolotean hasta el momento en que el ente libere su último suspiro. Oh qué malévolas, qué ruines y despreciables son aquellas figuras ante los ojos color avellana del ser postrado inmóvil.

El ente los odiaba, despreciaba cada una de las cosas que le hacían, por eso no se arrepiente. Pero aún así a ella la amaba. Nunca lo protegió, nunca lo amó, sus labios jamás soltaron palabra que no fuera insultante hacía su ser. Pero aún así la amaba. Lágrimas tan pequeñas como gotas de lluvia pincelan suavemente su pálida piel. Ya nadie puede oír su pecado. El mundo se ha vuelto un silencioso páramo desértico.



Con mis manos podría alcanzar esas sombras, que con tanto anhelo espero su descenso para que finalmente se lleven mi pecado. Pero los hilos que las mueven se han cortado cuando el solitario amanecer inicio, y las brumosas sombras dominaron los cielos sobre la destruida cúpula.

 

Una sombra posa su oscura figura encima de la gigante cruz del apocalíptico altar. Otros siguen su ejemplo y bajan al suelo de piedra caliza y a los largos asientos de roble maltrechos. Al unísono expulsan con gran histeria sus perturbadores graznidos.



El sonido de un golpe como la embestida de un toro resuena encolerizando aún más a las brumosas sombras. Las pupilas del ente oscilan hacía la indulgente luz que abre su paso, no del cielo, sino de una enorme puerta que nunca ha dado paso a incrédulos. Allí dos sombras más grandes, una con una figura sutil con ligeras curvaturas y otra con un contorno más recto y firme, permanecen entre el portal del apocalipsis y el reino divino.

 

¿Ellos son los verdaderos verdugos que extraerán mi pecado?

 

Las sombras dan su primer paso al helado infierno. Los graznidos se elevan, perdiendo la armoniosa sincronía de su concierto. Y en meros segundos las nuevas sombras se detienen, vacilantes y confusas ante el inmutable ente sobre la cama de cristales. Solo transcurre un momento para que una de estas sombras se encogiera, posara una extremidad de su ser en el ente y sin miedo, odio o tristeza en su apacible voz esta le dijera...

 

–Nosotros sanaremos tu alma.


Capítulo 1: Muralla Impenetrable



Bajo la tutela de la noche, él regresa a su hogar agobiado por el estresante trabajo en el cual es sometido día a día.

Vislumbra a su hogar desde el oscuro pavimento de la acera. Con zigzagueantes pasos finalmente alcanza la puerta. Su mano se extiende en búsqueda del picaporte, sin embargo, el movimiento queda únicamente como un sueño que jamás se hará realidad. Él lo había olvidado. A estas horas se le ha prohibido el retorno.

Se gira y una vez más como todos los días desde aquel entonces, Emilio ya jamás podrá volver a su hogar luego de salir del trabajo.





16 de Abril de 1999

 

La luz ingresa desde la ventana apuñalando los cerrados párpados de Emilio. La mañana ha llegado. El reloj desprende el agitante sonido de su interior. Con un movimiento mecánico, lento y turbulento su brazo viaja para detener la alarma.

El acto de despertarse jamás le produjo tanto agotamiento como hoy.

–Espero jamás volver a quedarme en un lugar como este. Pero para eso no debo de olvidar hacer una reserva antes. –Emilio desahoga sus pensamientos mientras se sienta en el costado de la cama.

Toma sus escasas pertenencias de la maltrecha mesa de luz, y sale al pasillo dejando a la crujiente puerta cerrarse a su espalda. Si no fuera por las coléricas parejas tras las innumerables puertas, tal vez se le hubiera cruzado por la mente que había pasado la noche en un complejo de departamentos abandonado.

Baja aún fatigado a la recepción, donde un hombre de avanzada edad, con sobrepeso y un intoxicante hedor a grasa saluda a su cliente tal como hace todas las mañanas.

–¿Descansaste bien? Recuerda que a las diez en punto termina la reserva. Si deseas permanecer una noche más dilo ahora.

–Toma, no pienso siquiera volver a un lugar de mala muerte como este. –Emilio declara esto al momento que lanza la llave de la habitación 203 al recepcionista.

–Todos dicen lo mismo, luego se vuelven arrastrando como ratas suplicando que les dé un mísero lugar donde caer muertos.

Sin darle importancia Emilio atraviesa la puerta del hotel. El fresco aire golpea su rostro mientras se aleja, toma su teléfono Motorola StarTAC del bolsillo derecho del pantalón, levanta la tapa y realiza la llamada que el día anterior tanto lamentó no haber hecho.

–Hola, me gustaría reservar una habitación para esta noche. Sí, al nombre de Emilio Rios. Sí, la misma de siempre, gracias. –Cuando corta la llamada levanta su brazo en una señal para que el autobús se detenga. Designa su destino al chofer y toma asiento en la fila final del vehículo.



Nuevamente está frente a la puerta que anoche no logró atravesar. Su mano se desliza suavemente hacía el picaporte, lo toma y con ligereza abre el portal a sus aposentos. Nada ha cambiado, el mundo interior aún continúa paralizado.

Ingresa tirando su abrigo sobre el sofá de la sala, y se dirige al dormitorio donde se lanza de espalda en la cama –la cual nunca ha logrado disfrutar en las noches desde que tiene recuerdos–. Su vida se ha encargado de verlo sumido en desesperación.

Han transcurrido horas, días, semanas e incluso meses desde que no es capaz de ingresar a su hogar por las noches. Se encuentra por su cuarta mudanza y aún así no ha hallado alivio a este mal con el que es azotado. Ni siquiera él comprende con exactitud su situación.

–Si existe alguna solución para esto, sea cual sea, debo encontrarla.

Eleva su brazo, el reloj de pulsera marca las diez en punto así que decide levantarse, vestir su elegante traje e ir a desayunar al bar antes de tener que ingresar al trabajo. La sensación del aroma de las semillas de café del bar a tres cuadras de su casa se ha vuelto una rutina irrompible, si no va en la mañana con seguridad iría a la tarde para degustar aquel delicioso elixir.

Cada vez que ingresa allí todo su estrés y molestias se esfuman al escuchar el café siendo molido, ante su pronta llegada, piensa ordenar un café negro con un algún aperitivo.



Baja del autobús para vislumbrar ante él las enormes masas de gente, yendo de aquí a allá; sin prestar atención a los demás, sin siquiera mirarse los unos a los otros. Todos y cada uno se ven a sí mismos como una entidad única.

Da un paso para entrar en aquellas turbulentas mareas. Pero algo capta su atención, sus ojos vacilan por el aire. En un poste vestido de publicidades que a nadie les importa destaca una ligera mancha negra; una silueta contrastante; una peculiar figura. Un cuervo.

«Somos los cuervos del destino. Podemos resolver tu problema» dice el texto acompañante de la figura de aquella ave. ¿Acaso es algún adivino de cuarta o broma sin sentido? Ni siquiera información de contacto colocaron.

Entonces Emilio recuerda que el tiempo es oro, no puede detenerse con cada peculiaridad que halle por ahí. Por esa razón, hace aquello que debería estar haciendo. Marchar al trabajo.



El constante tecleo lo estaba estresando, si no fuera porque acaba de comenzar el descanso ya habría lanzado el computador por la ventana. Aún así prefirió permanecer en su asiento a tomar aire fresco.

Sus dedos se deslizan a un periódico dentro de su maletero y, con un ligero movimiento éste se abre con un concreto objetivo. Investigar.

Incontables anuncios inundan su vista. El simple hecho de leerlos todos hace divagar su mente. No existe alguno en particular que capte su interés, así que deja que el destino lance los dados y decida. Jamás se hubiera imaginado el contenido de aquella publicación surgida del azar. Para un no creyente como él, lo que está ahí no es más que objeto de burla para su mente.

Médiums.

En otro momento, en otro lugar, incluso en otro mundo, él abría cerrado el periódico en un instante luego de una incansable carcajada. Pero ahora es diferente. Su mundo se ha retorcido y poco a poco ha comenzado a fragmentarse.

Ahora no existe método que su mente tache como falso.





25 de Abril de 1999



Esperanza. ¿Qué significa aquella palabra? ¿Cuál es su concepto? Él ya no lo sabe. Confío en aquello que su no-creencia le ofrecía, pero al igual que en la cual confiaba, solo fue una pérdida de tiempo y dinero. El primero –de esos médiums de pacotilla–, vino a la mañana del día siguiente ofreciéndole una «limpieza»; pero lo único que hizo es imprimir una gran factura. Su mal no fue sanado. A la semana siguiente llego un segundo médium, aunque la historia no fue diferente a la ya contada. Y su mal no fue sanado. El tercero que había venido hace solo un par de días fue distinto. Él se detuvo frente a la casa –temblando como gelatina–, se giró y ya jamás regreso. Y su mal sigue sin ser sanado.



Abatido se detiene frente a su enemigo más indeseado. Sabiendo de antemano el resultado de la batalla, aún retiene la esperanza de que esta vez sea diferente. Su mano confronta las inconscientes órdenes de detenerse. Se posa sobre el pomo e incontables sensaciones abundan su cuerpo casi de inmediato: su piel comienza a sudar, un salpullido se forma en su nuca, los vasos sanguíneos de sus ojos se inflaman y el contenido aún presente en su estómago se precipita con rapidez por el esófago camino a la faringe, y de la faringe hacia la boca.

Emilio sostiene su incendiada garganta arrodillado frente a su propio ácido estomacal, dispersado por el verde pasto de la cuadra. Esta temblando, con ojos llorosos y dificultad para respirar. Tampoco es la primera vez que esto sucede. Es un aviso para probar una vez más la mudanza.

Resignado se levanta y se marcha como todas las noches desde aquel incidente.



Cierra la puerta de la habitación con el número 203 y se lanza sobre la cama. El agotamiento pocas veces llegaba a tal nivel, aún se le dificulta respirar con normalidad.

El techo de hormigón delicadamente pintado ya se ha vuelto una rutina en su vida diaria, al igual que las suaves telas de la cama y el gran televisor frente a la misma. Antes no podía conciliar el sueño, pero ahora es capaz de dormirse en el mismo momento en el que se zambulle en la acogedora cama.

Apenas son las nueve y cuarto pero sus ojos ya inician el conteo para cerrarse, engullendo sus sentidos. La mente de Emilio divaga, flota entre los placeres del silencio. Los suceso transcurridos hace apenas media hora parecen resbalarse de su ser.

De repente algo que ni él ni ningún hombre en su situación esperaría sucede.

El teléfono suena. Él es arrastrado desde el paraíso y lanzado al vertedero. Tan mecánico como siempre busca en su bolsillo derecho, pero este se encuentra completamente vació. Mueve su mirada a la mesita de luz, pero allí solo reposan las llaves del cuarto.

–¿Dónde habré puesto esa cosa?

Tal vez por simple curiosidad o intento de rematar todas las opciones posibles, pasea su mano dentro del bolsillo izquierdo. En él yace algo rectangular que jamás había estado allí. Un celular. Ni siquiera se le paso por la mente revisar cual era la razón por la que se encuentra en ese lugar, así que sin más contestó.

–¿Quién habla?

–Soy yo, Bernardo, tu fiel amigo y gran compañero de trabajo. –Emilio pasa la mano por su rostro ansiosamente en un intento de evitar el impulso de colgar.

–¿Qué necesitas? Si es algo del trabajo puedes decírmelo mañana.

–Bueno es que necesito unos docu...

–¡Voy a colgar ahora!

–¡No, espera! ¡Era broma! Solo era una broma. –Da una pequeña pausa suspirante, y luego continua–, desde hace tiempo te he visto bastante cabizbajo y siento que tienes un problema del cual no puedes contar a cualquiera. Por eso, mañana ven al restaurante frente a la oficina, yo invito.

En la mente de Emilio se cruzan mil y una maneras de rechazar la invitación, pero antes de siquiera eligiera una de ellas la persona al otro lado de la línea corta la llamada. Mañana aunque sea lunes ellos no están de servicio, ya que es un día festivo para la empresa. Sus veinte años de funcionamiento.

Coloca el teléfono sobre la mesa de luz e intenta, una vez más, sumergirse en el mar del silencio.




26 de abril de 1999



El constante bamboleo de los ventiladores, las incesantes charlas de los clientes y el intrépido paso de los empleados no hace más que incomodarlo. Pocas veces visita lugares tan concurridos. Desde que tomo asiento no ha siquiera tocado el menú delicadamente colocado frente a él.

–Oye, ¿estás bien? –Pregunta Bernardo.

–Sí, solo me sorprendió lo lleno que está este lugar. –Emilio suspira nerviosamente.

Bernardo pide dos café al mesero, sin siquiera pronunciar una palabra. Apenas con un ligero gesto el miembro del personal comprende por completo cual es el pedido, como si le hubiera leído su mente.

–Si quieres algo para comer no dudes en pedirlo. Hoy invito.

–No, gracias. Estoy bien así.

–Bien, iré directo al grano. Estas metido en algo, ¿verdad? Y aún aquí, frente a mí, siento que no dirás nada. ¿Estás metido en problemas familiares, con alguna mafia o algo así? –Termina su pregunta con tono burlón. Un incomodo silencio entre ambos se dibuja hasta la llegada del mesero. Coloca dos tazas de café negro enfrentadas y luego se marcha.

El café libera un aroma que engulle los sentidos de Emilio. Aún poniendo resistencia su mirada no puede evitar concentrarse en aquel liquido. Bernardo se inclina un poco hacia delante, con intensión de confrontar a la persona frente a él.

–Te seré sincero, si no me hablas no voy a dejarte salir. Y para que lo sepas todo el personal me apoya en esto. Oh, y aquel oficial es mi primo. –Levanta el brazo en saludo hacia el hombre uniformado, quien lo devuelve usando el mismo gesto mientras se lleva la taza a la boca.

–¿Qué es lo que quieres saber?

–Todo. Todo lo que te está sucede.



Desde hace ya cinco minutos ninguno ha hablado. En cuanto Emilio terminó de narrar los acontecimientos de su vida el mundo se silenció. Esta es una conversación que nadie quiere escuchar, y de la que nadie quiere participar.

–Eso es todo hasta ayer en la noche. ¿No dirás nada?

Bernardo lleva su mano al bolsillo y retira un trozo de papel. Al abrirlo sobre la mesa Emilio detecta un parentesco con algo similar que ha visto.

Un oscuro cuervo negro yace impreso en la hoja.

–¿Cuervos del destino? No me digas que vas a recomendarme a un médium de cuarta.

–Hace cuatro años, la hija de mi hermano trabajaba en una metalúrgica con un sistema de seguridad muy precaria. –Bernardo se recuesta sobre el respaldo de su asiento y mira al cielo de hormigón–. Un día, sucedió un accidente por culpa de esta mala seguridad, y ella perdió sus piernas.

–¿Qué tipo de accidente? Si se puede saber. –Interrumpe.

–Una barandilla de seguridad fallo. Ella cayó y una de las maquina funcionando en ese momento trituro sus piernas. Los demás trabajadores no se percataron hasta que vieron sangre, fragmentos de huesos y músculos desgarrados sobre las cintas transportadoras. Ambas piernas fueron exterminadas hasta casi llegar a la altura de los genitales.

–Siento oír eso.

–No importa. Sabía que si te hablaba de ellos tendría que contar esto también. –Deja una larga pausa para una imaginaria batalla interna–. El juicio contra la empresa jamás se movía. Siempre permanencia estancado. Nos tuvieron dos años enteros dando vueltas y vueltas.

Redirige su mirada hacía Emilio y mueve el brazo al pequeño trozo de papel.

–Hasta que contacte con ellos. En menos de una semana conseguimos pruebas de todo tipo; cintas de seguridad, imágenes y documentos. Todo lo que necesitábamos. Y por las mismas razones, no éramos los únicos en juicio con esa metalúrgica. Todos vencimos. Todos recibimos una indemnización por los daños. Y todos fuimos participes en la quiebra de esa empresa.

Cualquier posible dialogo luego de esto sería consumido por la intensa atmósfera. Todo ya ha sido dicho, no existe argumento que pueda extender el tema dado, ambos lo saben. Por esto Bernardo acerca aún más el arrugado trozo de papel a Emilio.

–No tiene ningún dato de contacto, como se supone que...

–No lo necesitas. Solo, ten cerca de ti este panfleto y tarde o temprano ellos aparecerán.

Bernardo se levanta, suelta el dinero suficiente para pagar tres tazas de café sobre la mesa, y se marcha con un vulgar saludo de amigos. Emilio permanece aún observando el panfleto, analizando una y otra vez su escaso contenido. Antes de marcharse pide otra taza y coloca aquel trozo de papel en su bolsillo.

–Como si con solo tener esto ellos pudieran encontrarme. –Afirma Emilio presenciando, con gran aburrimiento, lo que yace a través del cristal del ventanal. En el momento que cómodamente disfruta su nueva taza de café, jamás podría siquiera imaginar que tan errónea era su afirmación.


Capítulo 2: Sombras difusas





En las oscuras tinieblas, fundido entre las finas agujas de agua que caen del cielo es derramada la miseria de un hombre. Un trasparente liquido se desliza por su ensombrecido rostro, a la vista jamás se podría saber si son lágrimas o restos de aquel diluvio chocando contra su desplomado ser.



Frente a él, a solo unos metros, dos sombras juegan y bailan juntas a través del ventanal; con gran pación se mueven, tocan y fusionan. Una elocuente obra de teatro.



El hombre se levanta. No recuerda cuanto tiempo ha permanecido observando aquella casa. Gira su cuerpo, aún con la vista en las juguetonas sombras, y marcha hacía algún desconocido lugar.



Y así –marcando su futuro próximo–, Emilio desaparece entre las penumbras olvidando a su hogar como suyo.



5 de Octubre de 1998




Una mujer rascando sus ojos y con un paso bastante flojo baja con lentitud por la escalera, mueve su cuerpo a la derecha e ingresa a la cocina. Allí sentado, leyendo su diario como siempre, se encuentra la persona que desde la mañana del día anterior no había pisado suelo en la casa. Ella se congela por un instante al verlo, realmente había estado preocupada.



Tal es su entusiasmo con aquella lectura que ni escatima en siquiera mirarla de reojo. Para él no es más que un fantasma: algo invisible e intangible.



–Anoche no volviste, –intenta decir con indiferencia.



–La jornada se extendió más de la cuenta. Para cuando acabamos ya no había transportes transitando ni taxis por la zona operando, así que tuve que dormir en la oficina. –Ni siquiera levanta la vista del diario al hablar.



Los ojos de ella vacilan temerosos. Su pecho se siente presionado; sus ocultos secretos, que incluso él desconoce, la devoran por dentro en el simple instante en el que lo ve, y ni hablar al conversar. Debe darle final, ya no puede vivir en mentiras.



Las agujas del reloj se mueven con ferocidad y durante un largo tiempo no hubo intercambio de diálogos, miradas o gestos. Incluso el aire sentía pavor al moverse.



Entonces, la intensa atmósfera es desgarrada por un alarmante ruido –proveniente de aquel antiguo reloj postrado sobre la blanca pared. Él abandona su lectura, termina los restos de café en su taza de un solo trago y con apenas un sencillo saludo marcha junto con su fiel maletín al exterior de la casa.



—o—



Al igual que ayer y anteayer, ella se detiene frente al teléfono público en la calle principal. En contraste con las veces anteriores ahora hay una tajante diferencia en la razón que la impulsa.



Su mano derecha toma el teléfono y marca con cierto nerviosismo. Unos entre cortantes sonidos salen del auricular colocado junto a su oído y, luego de un breve instante, se detienen cuando él atiende. Al otro lado resuena, con un desabrido saludo, una voz grave pero al mismo tiempo suave y vaga, como si recién se hubiera despertado.



–Hola, Marco, soy yo. Necesito que nos encontremos. Entre más pronto sea, mejor.



Silencio predomina durante un momento. Cuando ella estaba a punto de insertar otra moneda en la maquina, él finalmente habla. Su voz, que ya no guarda ningún rastro de somnolencia, hace que de alguna manera aumente la ansiedad que la asedia.



–Nos vemos esta tarde, en el lugar y hora de siempre.



La llamada finaliza por sí sola y un lineal pitido inunda su tímpano. No necesita colocar otra moneda, el tiempo que le quedaba fue suficiente. Un escalofrío repentino recorre su columna como si fuera una montaña rusa. En tan solo un intercambio de unos pocos diálogos, ella percibió como si cada una de estas hubiera sido dicha por diferentes personas.



—o—



La noche ya ha caído.



De alguna extraña manera todo lo que había planeado salió a la perfección. Por esa razón, ahora se recuesta en la comodidad de su cama envuelta entre finas cobijas esperando a su amado: el hombre que por dos largos años ha llamado «su esposo», y que en este momento se encuentra reposando frente a ella en el marco de la puerta.



Las luces de repente se apagan y él se adentra a ciegas hacía la mujer reposante. Ambas sombras, reflejadas en la áspera superficie de la pared, se fusionan con una ardiente pasión desencadenada.



—o—



En su descuido o mera ignorancia, ni ella ni él se habían percatado de aquellos ojos indeseados, que entre sombras, grabaron toda la velada en sus envidiables pupilas.




12 de octubre de 1998



La abrasadora noche desaparece abriendo las puertas de un mundo deseoso de luz. Sus delicados párpados reniegan al molestoso impulso de abrirse por los rayos solares que pasan a través de la ventana. Aquel «juego» nocturno la ha dejado exhausta.



–Cinco minutos más, –murmura entre sueños al mismo tiempo que se enrosca en las sabanas. No tiene ninguna intensión de levántese.



Al ver que su marido ya se había levantando, razona que no había de otra. Tiene que poner sus planes en marcha. De otra manera, jamás cumpliría con su elaborada lista de tareas.



—o—



Cuando ella volvió a abrir sus ojos luego de un pesado suspiro, el cielo se había oscurecido y ya le era imposible realizar los últimos detalles que tenía planeadas.



–Al menos he acabado con los más importantes –suspira, observando el reloj de reojo mientras descansa con satisfacción sobre el sillón de la sala de estar, ubicado a pocos metros de la entrada frente a la mesa de alimentos.



En todo este tiempo ella ha cometido múltiples errores. Aunque, a fin de cuentas, a pesar de esos altibajos ahora hará lo posible por tener una vida plena. A partir de hoy, nuestro futuro será como un «y vivieron felices para siempre», imagina.



Su cuerpo se esparce en aquel cómodo sillón, las tareas del hogar la han agobiado hasta el cansancio. Sus párpados comienzan a cerrarse, su conciencia vaguea indecisa y no sabe si desea desaparecer en un hermoso sueño o quedarse envuelta en numerosos pensamientos. Pero puede estar segura de que en este mundo, aquí y ahora, reina la paz.



–Solo un poco, dormir un ratito no hará daño a nadie.



La exquisita fragancia de la comida recién hecha sobre la mesa hace que se sumerja aún más en aquel soñoliento mundo. No es algo muy elegante pero sí es digna de una celebración. Posiblemente su esposo jamás sabrá que es lo que festejan esta noche.



–Espero que llegue antes de que se enfrié...



—o—



Un ligero golpeteo la trae devuelta al mundo real. Con sus ojos abiertos a duras penas logra visualizar el vapor que aún sale de la comida. Nuevamente, suena aquel molestoso ruido. Se ve obligada a levantarse con gran pereza del confortable sillón y, refregándose los ojos para espantar al sueño, se balancea hacía la indudable fuente de sonido. La puerta.



El primer pensamiento que a traviesa por su mente es que quizás se trate de su esposo, Emilio,  que por el agotamiento no desea buscar sus llaves en la maleta. Pero poco a poco, mientras más se adelanta a la puerta, aquel pensar se va difuminando más y más, tal vez por el incesante golpe tras golpe o por alguna clase de sexto sentido que intenta detenerla.



Una vez colocada y girada la llave, su delicada mano se posa sobre el picaporte y tira de él hacía dentro. Sus ojos encuentran a alguien conocido pero diferente a quien espera. Alguien con quien hace una semana había tenido su última conversación. Alguien con quien ya no debería tener contacto. Una figura alta e intimidante, con un cuerpo fornido y un rostro de delicados rasgos. El oscuro ropaje que porta solo hace que se acentué su enorme complejo y parezca miembro de la seguridad de un bar.



Ambos cruzan miradas y, como si fueran completos extraños, ninguno habla. El gélido silencio se extiende durante varios minutos, hasta que al final ella libera una única palabra casi entrecortada. Pareciera como si aquella línea trata de tantear una delicada realidad tan frágil como una hoja de árbol. No quiere que se esfume, pero tampoco desea que se trate de algo real.



–... Marco. –Con un gélido silencio, la figura al otro lado de la puerta revela una ligera sonrisa.




28 de abril de 1999




La mañana había sido todo un tormento. Si se calificara junto a las del resto de la semana, ésta se llevaría el primer lugar por goleada. Decir que su jefe lo hizo llamar mientras trabajaba había sido suficiente para colocarle los pelos de punta por todo el día, aunque, por desgracia o fortuna, el llamado no fue a razón de un error cometido, más bien se trataba de una falsa preocupación de un buen empleador por su empleado. Algo poco visto con bastas razones.



El jefe había notado su decadente estado y no podía dejarlo trabajar o por lo menos debía decir algo semejante para mantener al sindicato a raya. Por eso decidió darle el día libre hoy y mañana.



Y ahora, el pobre Sr. Rios, se encuentra sin nada que hacer más que regresar a casa. Su caminar es lento e indeciso ya que no desea hacerlo. Sin embargo, a esta hora le es posible entrar sin ningún problema. Aunque como antítesis a esto, Emilio puede con bastante sencillez describir una inmensa cantidad de razones por las que no desea regresar y la que encabeza esa lista es, sin lugar a dudas, su escases de interés.



Se le cruza por la mente el ir a tomar un café, pero su banal apariencia le hace retractarse casi instantáneamente.



Detiene el paso y observa hacía delante con soledad. Allí esta su hogar o aquello que normalmente se suele llamar así. Emilio suspira, tantea las llaves en su bolsillo y retoma la caminata.



Al llegar a la entrada extiende su brazo con llave en mano, la inserta, gira y empuja la puerta

hacia dentro. Ésta se abre sin el más mínimo problema.



12 de Octubre de 1998





Un delicado sonido, como el de enroscar algo, es suficiente para detener los gritos de la inquilina y su inesperado invitado.



La puerta es abierta con lentitud y un hombre con los hombros caídos, el traje arrugado y un peinado que no puede ser llamado peinado, pasa por ella. Cuando vio lo que tenía delante, sintió como si se hubiera estrellado con una pared invisible, deteniéndose en seco. La extrañes de lo que vislumbra en el interior de su morada se ve claramente reflejada en su rostro.



–¡Emilio!.. –Solloza la mujer.



El hombre que Emilio desconoce se voltea a mirarlo. El rostro de aquel sujeto yace en su totalidad arrugado. No es porque sea alguien mayor de edad, sino que su ira; similar a las abrasadoras llamaradas que destruyen campos, graneros, hogares y cosechas sin el ligero rastro de detenerse, se encuentra completamente visible.



–¡Tú! ¡Tú maldito hijo de puta! –Exclama señalando al recién llegado con su dedo índice–. Tenía muchas ganas de encontrarme contigo.



»Susan, ¿enserio me estás dejando por este saco de mierda?



–Oye, tranquili... –Intenta replicar Emilio, pero es inmediatamente silenciado cuando el desco-nocido hombre saca un objeto negro del bolcillo y le apunta directo.



–Tú quieto o te volare la maldita tapa de los sesos, ¡ya mismo! –Declara moviendo aquel objeto violentamente. Emilio, aunque conoce un arte de defensa personal, no puede hacer nada. No hay arte marcial que pueda deshacerse de alguien que porta un arma de fuego la distancia de unos cinco o seis metros.



–¡Marco, por favor, detente! ¡No sigas con esto! –Exclama la inconsolable mujer.



–Susan, Susan, Susan, –el hombre vacila con su arma, volviéndose su mirada a ella–. No tienes que preocuparte, me librare de esta basura rápido así podremos vivir nuestra vida felices. Los tres. Junto a nuestro preciado hijo. –Susan se tantea el abdomen y Emilio se estremece.



–¿Estas embarazada… de él? –Balbucea Emilio. Un fuerte dolor, tan limpio que no deja ninguna marca externa, lo perfora como un puñal retorciéndose en su espalda. Unas pocas lágrimas tan pequeñas como diminutas semillas se deslizan por su rostro.



Aunque hace poco más de una semana la había visto junto a un hombre teniendo relaciones dentro de su casa, jamás se había imaginado que, obviamente, su encuentro con él realmente sucedería y aún menos que ella esperara un hijo de aquel amante. Puede escuchar desde algún lugar cercano a su cordura siendo despedazada, cayendo y estrellándose contra el suelo, volviéndose mil pedazos.



Puede, de alguna manera, presentir que sus actos futuros no serán hechos por él, sino por un él que no es él.



En varios libros de psicología que Emilio había leído por mera curiosidad decían que, según Carl Gustav Jung –aprendiz de Freud–, nosotros tenemos dos personalidades. Una representa la que siempre presentamos al mundo y la otra es la que mantenemos bajo llave en nuestro interior. Jamás deseamos que esta personalidad interior salga porque ese él no somos nosotros, sino una persona completamente distinta.



Y por esta razón, él no se responsabiliza de lo que él haga.







▄ ▄ ▄







De repente, Emilio se lanza eufórico hacia Marco que, en ese instante, tenía su vista centrada en Susan. La sorpresa es inminente. Recibe un agarre el cual, con un extravagante giro, retuerce. Su cuerpo doblado como una hoja de papel no libera el arma. Marco gime, sus articulaciones truenas y los músculos de su brazo apresado empiezan a entumecerse. Siente que se está partiendo en dos. Levanta su pierna y, como un desesperado intento de ser libre, pisotea con una brutal fuerza sobre el indefenso pie de Emilio. El brazo por fin queda libre y, antes de lograr recuperarse por completo, lo azota con su codo al estómago del agresor. Pero, éste no muestra señales de rendición volviendo a aferrarse al adolorido brazo que intentó, en vano, apuntarle.



Ambos forcejean moviendo el cañón del arma de un lado a otro, oscilando de objeto en objeto, como si jugara a la ruleta rusa. Entonces ocurrió aquello. Algo que ningún presente predeciría; algo que ni el mal augurio provocaría.



Esa noche, el diablo esbozó una sonrisa.







▄ ▄ ▄







Un atronador ruido que sonó después pone fin a la riña. Susan si fuera creyente pensaría que esto es obra de un dios que, con una imponente figura, había golpeado los cielos con su bastón milenario en señal de que los mortales guardaran silencio ante su majestuosa presencia.



A ella le encantaría esbozar una sonrisa por el repentino silencio, pero sin importar cuanto lo desee, es incapaz de lograrlo. Su cuerpo, como un ente rebelde, no obedece la voluntad de su dueña. La razón es simple. Ahora aquello que genera las órdenes sobre el cuerpo se encuentra esparcido, grotescamente, sobre la blanca pared teñida de un rojo vivo.



El sonido producido por el arma había enviado su vil proyectil hacía ella, y acto seguido el cuerpo de Susan se estrelló contra la pared a su espalda y cayó siendo arrastrado por la gravedad. De su amplia frente, la cual había encantado a Emilio, borboteaba fluidos carmín que formaban un cóctel con unos ligeros toques de gajos rosa. Ella logra ver a las oscuras tinieblas contaminando la habitación poco a poco, hasta que, al final, su visión se vuelve un único mar de penumbras.







▄ ▄ ▄







Ambos se encuentran atónitos, aún no pueden comprenden la totalidad de lo que acaba de suceder.



Emilio se derrumba, sus rodillas suenan como el choque de sueltos andamios sobre el asfalto. No comprende aún porque había hecho tal locura –la naturaleza que él presenta no es así, o eso creía hasta ahora–.



Observa sus manos, puede ver la invisible y tibia sangre escurrirse entre sus dedos, volviéndose un líquido frío y carente de vida. Aquel fluido se dirige, como una serpiente, hacia la flor carmesí recostada en el inmutable cuerpo desplomado de su esposa.



Saladas lágrimas sobre el rostro de la mujer se entrelazan con las rojas raíces que nacen de su frente. El miedo, la angustia y el infinito arrepentimiento se mantienen plasmados en aquellos ojos de cristal, en su llanto, en su flácido cuerdo inmóvil. La muerte ha tallado otro nombre en la infinita tabla de recolección. Y ahora, nuevamente, prepara su huesudo dedo. Aún tiene trabajo en esta desolada noche sin luna.



Un tibio metal cilíndrico se apoya en la nuca de Emilio. No necesita voltearse para averiguar qué es.

–Todo... todo esto es tú culpa. Si no hubieras venido, si no le hubieras dado una falsa promesa de amor, ella hubiera huido conmigo. –Una voz ahogada se escucha a su espalda, como si sollozara. El débil temblar de sus manos se transmite desde el humeante cilindro. –Eh amado a Susan desde la escuela y cuando al fin decidí revelarle mis sentimientos ¡Tú te interpusiste en el medio!



»Espere y espere, pero ella, aún cuando te maldecía en las noches que no venias, no te abandonó ¡Tú eres el culpable de que ella este muerta!



–Te equivocas... –responde de inmediato. La persona detrás de él guarda silencio, tal vez esperando que continuara con sus últimas palabras o tal vez porque ha quedado petrificado por éstas. –Tú solo fuiste un amor de verano.



Emilio gira un poco su cabeza, lo suficiente para ver desde el rabillo del ojo el temblante cuerpo de Marco. Entonces, con la expresión más retorcida que Emilio había presenciado en su vida, el hombre con el arma escupe un grito a todo pulmón, eleva el cañón lo más alto que alcanza con su brazo y azota con un mortífero golpe hacia la cabeza Emilio, igual que una guillotina… pero el brazo jamás baja, está atascado, y éste no sede. En menos de un parpadeo Emilio había aprovechado la ventaja desproporcional que tiene contra él: su agilidad. Giró su cuerpo, se levantó con velocidad –obtenida gracias a su pequeño cuerpo– y detuvo al brazo portador del arma.



La mano de Emilio ejerce presión sobre el antebrazo de su agresor y, poniendo a trabajar todo su cuerpo, lo arrastra de un tirón contra la pared. Si algún espectador viera la escena, impactado diría que es imposible que una “hormiga” enfrente a un “pájaro”.



 En medio de la desesperación, aún sosteniendo el brazo de Marco, lo arremete contra el codo de la pared que guía al pasillo. Una y otra vez, el golpe resuena por toda la casa hasta que, finalmente, el arma cae.



Emilio ve su papel cumplido y sus fuerzas se desmoronan. Su rival, despertando del letargo del shock, tensa sus músculos, prepara sus brazos y toma con una atronadora fuerza el pequeño cuerpo de Emilio. Tan sencillo como lanzar un avión de papel, Emilio se eleva por el aire, aunque a diferencia del avión él cae destrozando una pequeña mesita de cristal de la sala de estar –esta sala y el comedor dos ambientes separados por una simple pared invisible–.



La bestia de pie se acerca al herido hombro en el suelo y arrastra sus brazos desde el desalineado traje cubierto de pequeños vidrios hasta su frágil cuello. Entonces, el aire que débilmente pasaba por los pulmones de Emilio se detiene. Su cuerpo empieza a tener espasmos intentando de algún modo recibir aire. Su torso se levanta un poco y los dedos de Marco se hunden con fuerza en la tráquea de su víctima.



En medio del ataque de desesperación sus manos se cortan y clavan los fragmentos de cristal, pero no logra tomar ninguno. Los vidrios se patinan de sus manos como si estuvieran repletas de manteca. La visión comienza a fallar, sus cuerdas vocales son sofocadas, su cuerpo se adormece. Cuando creía todo perdido, la mano que nada lograba sostener vislumbra un frío metal. Aferrándose a sus últimas fuerzas lo toma, lo atrae con lentitud y torpeza y lo apoya sobre el estómago de la salvaje naturaleza desatada. El perturbador sonido que aparece luego, no necesita ser descrito.







▄ ▄ ▄







Su cuerpo estaba fuera de control, su vista estaba nublada y su juicio había colgado el cartel de «vuelvo en cinco minutos». Pero aún así, de alguna extraña manera se detuvo. No, más bien «algo» lo detuvo. Cuando empezó a recobrar el conocimiento, un frío en su espalda y el blanco techo frente a él lo dejaron con una gran confusión. Pero esta no es la única sensación que tiene, ya que una ardiente punzada se despliega desde su costado izquierdo.



Hay alguien allí, no logro verlo bien, piensa. Una difusa sombra se encuentra parada, obser-vando. Porqué está allí es lo primero que intenta razonar pero su boca no puede modular nada.



La sombra se tambalea con ligereza. Parece querer decir algo. Él levanta su brazo izquierdo –el cual cubría su costado que chorrea un pegajoso líquido oscuro–, todo para alcanzar a esa difusa sombra. No le importa el dolor, no siente nada en absoluto. Su cuerpo se levanta, quiere alcanzarlo, quiere saber qué es y quiere saber quién es.



Nuevamente, escucha aquel sonido que en un momento logró postrarlo allí.







▄ ▄ ▄







Emilio se encuentre de pié, a duras penas puede mantener el equilibrio. Aunque ya está satisfecho, su enemigo yace en el suelo completamente inmóvil: desangrándose hasta más no poder. Una brutal escena.



Su mano aún sostiene el humeante arma. Hace un momento, apuntó con ella a aquel hombre. La sensación del arma no le era del todo desconocida, ya había manejado una similar. La Bersa Thunder 380, el arma más potente que puede portar un civil.



En aquel momento ya no vio a Marco como un ser igual, sino como una horripilante rata que debía liquidar. El animalejo reclamaba clemencia, pero la mente de Emilio solo fue capaz de enviar una única orden, un solo suspiro.







–Muere…







El arma rugió con fuerza. No una vez, sino siete. Hasta que el cargador no se hallaba vació, el gatillo no dejó de ser apretado. Ahora, las paredes, el techo y gran parte del suelo han sido manchados con incontables salpicaduras de una oscura sangre rojiza.



Los músculos de Emilio ya no pueden sostener el arma y ésta cae sobre el charco de sangre. Luego, su cuerpo se afloja completamente y cae sin fuerzas de espalda.



Él nunca había sido así, jamás pensó levantar un arma contra alguien, jamás imagino usar sus ligeros entrenamientos en artes marciales de hace unos años para matar a alguien; nunca supo que las horas de ocio en la práctica de tiro en aquel verano de hace tres años, donde conoció a su ahora fallecida esposa, servirían para tomar sin vacilar la vida de alguien. Y aún más, ni se le ocurrió que la primera vida que tomarían sus manos sería el amante de su esposa.



El suelo está frío, más frío que cualquier otra cosa que haya tocado. Aunque todo acabo, siente que le falta algo. Algo en su interior ha desaparecido. La pútrida fragancia a sangre combinada con el de la aún tibia comida en la mesa, a un lado del inanimado cuerpo de su amada, ingresan entre las fosas nasales de Emilio, rozando de misma manera por sus papilas gustativas. Lo único que ve antes de perderse a sí mismo, es como ambos olores se combinan en el distante techo formando, sin ninguna razón aparente, una pequeña, difusa y bailarina sombra.





28 de abril de 1999





Recostado en la cama, divaga con su mente en aquellos distantes recuerdos. No quiero recordar, le dictamina su conciencia negando el pasado. Por eso él no puede comprender su situación; por eso no es capaz de hallar una solución. Solo está logrando pudrirse más y más con un profundo dolor en el pecho.



Lo intentó todo, incluso utilizó el patrimonio de la doctrina que siempre vio como imposible. Pero ni su creencia ni la creencia de aquellos que difieren de la suya lo llevaron a la resolución del problema.



Emilio se encuentra alejado, como si su incapacidad para recordar no le permitiera poner play a la cinta de su vida.



Entonces las ve en el techo, pequeñas sombras bailantes que juegan juntas. Se mueven de aquí a allá, murmurando palabras sin forma. Al principio piensa que sus indescifrables sonidos son diminutas risas estancadas. Pero está equivocado, poco a poco al concentrarse en un intento para entenderlas, comprenderlas y conocerlas, escucha sus verdaderas voces. Intensos gritos ahogados en una uniforme masa auditiva provienen de las sombras. Pánico, dolor, miedo, desesperación, tristeza, ansiedad. Un enorme abanico de emociones que se regocijan hasta unificarse en una voz inen-tendible.



Las juguetonas figuras se acercan, toman sus manos al ritmo del baile y cuatro se vuelven dos, y dos se vuelven una. Ese uno se vuelve un enorme cero, más grande y activo que las otras que lo conforman. Entre más pasa el tiempo más humano parece, y entre más humano parece Emilio más se asemeja a esa sombra.



Nuevamente, la sombra cambia. Ha vuelto a crecer y ya no está bailando, sino que porta un pequeño objeto en su mano. Emilio lo reconoce casi al instante. La difusa sombra levanta el objeto, y con su cañón pone a punto de mira al hombre recostado sobre su cama. Sus ojos se hinchan, el corazón le palpita con furia y su rostro palidece. Aquel objeto no era otro más que la Bersa Thunder 380. Un fuerte golpe como un estallido resuena.



Emilio libera un estruendoso grito levantándose de sobresalto. Mira al vació techo, seca su transpiración y coloca sus manos sobre la cara liberando un par de pesados suspiros.



–Oh dios... ha vuelto a suceder.



Como una irrefutable advertencia, sabe que cada vez que sueña con aquella sombra bailante la hora de migrar ha llegado. Siempre fue así. Siempre desde aquel nubloso día. Una vez, no recuerda si fue en la segunda o tercera vez que cambiaba de casa, no hizo caso a la señal y todo su mundo se volvió negro. Un negro tan azabache que ni el centro de un agujero negro se comparaba. Sintió como si su cuerpo comenzara a pudrirse, llenándose de hongos, bacterias e insectos. Y luego, como cereza del pastel, un gigante río de sangre invadía su sala de estar, su comedor, su baño y su cuarto. Todo se tornada del blanco a un negro, y del negro a un viscoso rojo brillante.

No quiere volver a verlo. No quiere volver a vivirlo. Por eso, su única respuesta, su única escapatoria, es irse. ¿Ahora serviría un lugar más cerca del trabajo? ¿O tal vez a pocas cuadras de su café favorito? Cualquier lugar es bueno.



Emilio se pone un poco de ropa, camina a la sala, toma el diario tirado a un lado y se recuesta a leer. Ahora no le interesa la política, la economía, la cultura o los inmundos problemas de la sociedad, solo quiere ver las publicidades publicadas por la gente. Más de una vez consiguió vivienda por este medio. El dinero no le es problema, su sustento económico y cargo en el trabajo le permite tranquilamente tomar casi cualquier oportunidad que se le presente.



Pero hay algo que le molesta. No es más que una pequeña incomodidad, sin embargo su mente le pide a gritos que se deshaga de ella sino, de otra manera, no podrá concentrarse. Sabe que es una burda escusa, igual a las que uno usaba en su tiempo para no realizar la tarea del colegio, pero por esa misma razón debe quitarla.



Debajo de él, justo donde se había sentado, se hallaba un pequeño trozo de papel muy bien doblado. El papel es un tanto duro y liso, con una imagen impresa junto con algunas palabras. ¿Resolver mi problema? Sí, claro, piensa Emilio. No había duda, era el panfleto que Bernardo le había alcanzado el otro día y el cual se había olvidado de tirar a la basura. A pesar de haberle dicho que lo tendría, en cuanto llegara a casa, pensaba arrojarlo al cesto. Al menos podría decir que se encuentra en su casa, ¿verdad?



Con sus manos transforma el volante en una esférica pelota de papel y la lanza por sobre su hombro. En cuanto toca el suelo, o tal vez antes de que lo hiciera, un fuerte pitido resuena en la casa. Es un sonido fino y entumecedor, con una fría y poco armoniosa melodía. Rara vez recibe visitas, por lo que casi nunca ha escuchado ese sonido.



–¿Visitas? ¿A esta hora?



Luego de presionar una vez el timbre, cuando Emilio ya se ha levantado para atender, tocan con unos ligeros golpes la puerta. Esto llamo la atención de Emilio, ¿por qué golpear la puerta luego de haber tocado el timbre? No tiene sentido.



Él recorre todo el camino desde su asiento hasta la puerta y cuando está a punto de colocar la llave en la cerradura algo capta su atención. Aquello bajo la puerta le abre los ojos como platos. Aquel objeto casi hace que su estómago devuelva su inexistente contenido hacía fuera. Sus manos tiemblan y transpiran, las cuales cierra y abre un par de veces para librarse de esta sensación. Quiere liberar sus pensamientos en palabras, pero como si tuviera una soga al cuello que estruja sus cuerdas vocales sus labios permanecen inertes.



Un sobre había sido deslizado por debajo de la puerta. Un negro sobre sellado con cera.







Y aquel sello de cera roja no es más que… el dibujo de un cuervo.


Capítulo 3: Danse Macabre



Esta era la primera vez que él lo veía de esa manera. Por un momento pensó que dicha bienvenida no era más que algo común dentro de su oficio. No obstante, contando las cosas que ya había visto, la imagen grabada en la realidad frente a él le era indescriptible. Uno de ellos sonrió, haciendo que su negruzca figura se tambalee.

Sobre el nublado cielo de la naciente noche; unas sombras bailan, ríen, corren, se sacuden, gritan y sufren formando… una danza macabra.



24 de Abril de 1999

 

La luz roja del ascensor titila informando que fue detenido por el botón de emergencia, no obstante no existe ninguna urgencia. Dentro hay un hombre mirando detenidamente su reloj, y una mujer observando por el polarizado vidrio del ascensor. De repente, ella levanta la carpeta trasparente en su mano.

–Él se ha movido, igual de como indica el informe. Ahora debe estar dirigiéndose al siguiente punto, ¿vamos? –dice la mujer.

–Dejémoslo por hoy, lo que hará no tiene relevancia para nosotros.

El hombre presiona dos botones sobre el tablero tras él y, casi al instante, las puertas del ascensor se abren. Frente a ellos pasan mareas de gente yendo de un lado a otro –algunos con cajas, bolsas o bolcillos llenos de dinero dispuesto a ser gastado–, y más abajo hay un pequeño cartel que indica el mal funcionamiento del ascensor: por obvias razones es sólo una fachada.

Al salir, la mujer saca su teléfono y marca un número, el hombre que la acompaña de manera involuntaria escucha la conversación.

–¿Puede darme con el gerente? ¿No está? Bueno, dígale que agradecemos su cordial cooperación y que el ascensor ya es operable. –En el rostro de la mujer aparece una mueca de incomodidad–. ¿De parte de quién es el mensaje? No te preocupes, él lo sabrá, –cierra el móvil cortando la llamada.

–Te gusta dejar un aura de misterio o te incomoda bastante que te hagan tantas preguntas –habla el hombre con una sonrisa sarcástica–. En lo personal me tiro por la última.

–Cierra el pico, nadie te preguntó nada –le responde.

Ambos caminan por el centro comercial, algunas personas los miran extraños por sus trajes formales, cosa que no les parece importar. A pesar de que el sol se está ocultando los clientes dentro del establecimiento no hacen más que crecer, dejando escasos espacios para pasar.

Cuando llegan por la zona de los baños la mujer se detiene y recuesta en la pared con ambos brazos cruzados. Él también se detiene y gira para verla.

–En verdad es molesto que tú, quien me encargaron cuidar hace un año, ahora me esté dando órdenes. En verdad, es molesto. Por un lado no entiendo porque él te confió a ti el comandarnos, y por otro lado lo entiendo perfectamente. ¿Puedes sentir lo que siento? –dice la mujer.

–No, en absoluto –responde–. Ni siquiera estoy seguro de si quiero seguir haciendo lo que hago.

–¿Aún tienes dudas? –Ella sonríe con picardía. Se aleja de la pared y palmea su hombro, y antes de seguir caminando dice–: No has cambiado nada, Leonnar.

Él voltea su rostro, siguiéndola con la mirada.

–Te equivocas, sí lo he hecho. –Esas palabras jamás llegan a su destino, perdiéndose en la muchedumbre.



—o—



Ya frente al estacionamiento, el público no se deja disminuir. ¿Es posible que haya algún tipo de evento?, ¿rebajas astronómicas?, ¿estrenos taquilleros?, ¿nuevo sector de juegos?, a ellos les tiene sin cuidado la razón del alboroto. De igual manera les fue conveniente.

Él quiso venir para ver qué tan exacto era el informe que recibió hace una semana, el cual es perfecto o la persona de quien trata es muy predecible. El dúo dedujo que esta última era la más correcta.

Leonnar saca su celular y con apenas un vistazo lo cierra al instante.

–Katrine, ¿puedes regresar sin mí? Recordé algo que debo hacer –dice el hombre.

–¿Vuelves al centro comercial?

–No. Hay es algo que debo confirmar antes de mañana.

Ella le tira una mirada furtiva y contesta: –Has lo que quieras.

La mujer se aleja levantando su brazo por encima del hombro en señal de saludo.



—o—



El viaje no le tomó más de una hora y el cielo ya se ha oscurecido por completo. Según su reloj aún le queda bastante tiempo. Frente a él está el «asunto» por el que ha venido. Una anormalmente oscura casa en un barrio lleno de vecinos que si bien no son muy adinerados tampoco se los puede considerar como clase media. Cosa que en un principio fue un tanto sorprendente para Leonnar.

Toma una carta desde el buzón colocado en la vereda, esta es la primera vez que ve uno como estos en vivo y directo, hasta ahora sólo los conocía por las famosas películas de Estados Unidos. Justo por esa misma razón también le fue más sencillo retirar una carta, sin contar el hecho de que su dueño no ha quitado ninguna desde hace tiempo.

Voltea el sobre y lee el nombre allí escrito para asegurarse que ha llegado al lugar correcto: «Emilio Rios».

–Es aquí –dice confiado.

Devuelve la carta al buzón y camina a la puerta. Aún no es tan tarde como para que todo se esté tan quieto; pese a eso cuando Leonnar mira a su alrededor –ya adentrado en el patio delantero de la casa– el mundo está apagado. Las luces de las casas oscurecieron, los pocos transeúntes parecían haber sido tragados por la tierra y todo sonido o música que pudo en algún momento escucharse ha cesado.

Por un instante, Leonnar siente un débil tarareo pasar por su oído e ir directo hacía la casa. Su expresión dice con claridad lo que piensa: su frente semiarrugada, una mirada penetrante y una mueca rígida que no puede distinguirse si es de temor o preocupación. Él ha entrado a la boca del lobo.

Se acerca lento y cuidadoso a la puerta. Con apenas un ligero movimiento del picaporte ésta se abre y el penumbroso interior de la casa se disipa gradualmente. Recibido primero por una sala espaciosa pero precaria, Leonnar se adentra con pasos de suma ligereza. Como era de esperarse, tanto por el informe que Katrine sostenía en sus manos dentro del ascensor como por ver al dueño recorrer el centro comercial, la casa está vacía.

De un portazo la luz del exterior se extingue. Si él no conociera lo que aquí habita de seguro la reacción más común hubiera sido dar un sobresalto e intentar abrir la puerta, si bien Leonnar está tranquilo. Ya se ha mentalizado en el instante que dio su primera pisada en la casa.

Una pálida luz emerge del techo revelando a alguien, o más bien algo, postrado sobre el único sillón de toda la sala –donde Leonnar podría jurar que no había nada–. En un principio, se ve semejante a una persona. Pero el clasificarla como tal es un error.

Piel tan oscura que el mismo carbón sentiría envidia; una masa negruzca. En lo que simula ser una cabeza se abre un corte que recorrería desde el inicio izquierdo de los labios hasta la parte inferior de la oreja derecha –aunque claro, este ente carece de tales rasgos mencionados–, dentro de él pueden verse unos largos y amarillentos colmillos que al moverse –como las patas de un ciempiés–, parecen desgarrar una carne imaginaria.

El ente carece de cualquier componente propio de un organismo biológico, eso decía el informe. Y aun así, la cosa hace espasmos de respiración frente a él.

La boca se abre por completo y unos repugnantes sonidos son vomitados. Luego se vuelven balbuceos incoherentes, pareciera hablar un idioma desconocido. Su cuerpo se agita y sale la primer palabra que cualquier humano sería capaz de entender: –Quién…

La voz es nublosa y polifónica, rellena de ruido y resentimiento. Un timbre áspero y suave; uno grave y agudo. El dialogo es corto, incompleto, entendible.

–Todavía no necesitas conocerme –dice Leonnar con un rostro tan sereno como perturbado por la inmaculada paz lúgubre–. Pero cuando vuelva, en el instante en que ponga un pie sobre esta casa de nuevo, seré tu ejecutor.

El cuerpo de la cosa cruje con una brusca oscilación, las garras de sus dedos han crecido tanto que rayan el suelo igual que un rastrillo. Leonnar sólo puede percibir el perturbador rasqueteo.

Un fluido verdoso fluorescente se resbala desde varias partes del cuerpo del ente e innumerables cortes se abren como asquerosas bocas, escupiendo balbuceos. Estos no duran más de un par de minutos.

Y entonces la criatura habla. Todas sus bocas vocalizan para crear un singular e indescriptible sonido. Uno tan escalofriante y desgarrador que hela la sangre de Leonnar.

–Yo sé quién eres. –Una oración corta. Palabras que no tendrían el mismo sentido si fueran dichas por una persona. Lamentablemente, su locutor no está ni cerca de serlo–. He visto tu interior, tu alma y tu mente. Sé quién eres, de dónde vienes y a dónde vas. Conozco tus deseos como también tus miedos. No hay nada que dentro de la oscuridad yo no sepa.

Leonnar duda, su pulso se acelera obligándolo a tomar una bocanada de aire. Él no es lo tan temerario para venir sólo con valor. Aunque es relativo. Otros podrían tacharlo de imbécil por dar la cara de esta manera contra uno de ellos, sin embargo, el conocimiento está de su lado. Al menos en esta ocasión.

–No puedes dañarme. No, mejor dicho, no puedes dañar a nadie que no sea tu propio portador. –Leonnar logra de alguna manera una sonrisa irónica–. Por lo tanto ni siquiera vale la pena que intentes amenazarme.

El oscuro ser frente a él sonríe. La larga aguja que se supone es el dedo índice en su mano derecha es alzada, señala a un espacio vacío detrás de Leonnar.

–Siéntate –dice el ente.

Una niebla negruzca recorre el suelo, se adentra por detrás de Leonnar y se funde dando forma a un sillón. Su aspecto viejo le da un aire sobrenatural. Él, sin verle problema alguno, se sienta evitando desviar la mirada de la cosa. Mientras completaba esa acción lo ataca un pequeño mareo; la insignificancia de éste lo obliga a ignorarlo.

–La razón por la que he venido es sólo para hablar –dice Leonnar enseguida–. Otra razón es inexistente.

–¿Hablar? –exclama incrédulo–. Esa es, en la historia de todo lugar que he visitado, la razón que ningún otro había traído, –a pesar de que las palabras salen fluidas, sus diálogos flaquean–. Entre los que han venido, a ti incluido, solamente dos me han visto.

–¿Dos? ¿Quién fue el otro? –pregunta Leonnar al instante doblando su espalda hacía delante.

–Huyó sin entrar –responde sin moverse.

–Entiendo. –Él baja la mirada pensativo, intentando recordar detalles de los informes diarios que recibió, y responde–. ¿Era algún tipo de médium?

La criatura no responde. Se silencia un santiamén y su boca en la cabeza se desliza igual a una sanguijuela. El nauseabundo sonido del corte siendo trasladado es igual a la eclosión de los huevos de Xenoformo[1]. Su andar se detiene justo en donde debe ir la boca y otra vez habla, ahora con una modulación perfecta: –No sé qué es eso, pero lo escuche a él mencionar ese nombre con desprecio.

El rostro de Leonnar se tiesa. La velocidad de aprendizaje que tiene es espeluznante.

–¿Por qué razón has nacido? ¿Qué fue lo que sucedió? –pregunta el hombre.

La cosa inclina su cabeza a la derecha. Luego a la izquierda. Aquel movimiento es igual al de los dibujos animados orientales que María mira todo el día; ella siempre le dice a Leonnar que son muy tiernos cuando lo hacen, no obstante él podría discrepar bastante en este momento: esa cosa puede ser descrita de un millón de maneras, en las cuales la palabra «tierno» no tiene lugar.

Y, al final, sonríen. Todas sus bocas. Pero sólo una, la principal, es la que habla.

–No necesitaras mi contestación, porque no abandonaras esta casa.

Las innumerables bocas –repartidas en su torso, piernas, brazos, espalda y cuello–, sin contar la de recién, liberan estridentes y ensordecedoras carcajadas que obligan a Leonnar a mostrar una mueca de dolor intentando cubrir sus oídos y levantarse. Pero algo lo detiene, su rostro se torna un color pálido y su mirada queda perdida. Se tambalea y cae en el sofá, ahora más compacto que antes.

Siente algo caminar en sus piernas, pequeñas patas de roedor apresándose a la ropa. Su mirada baja con lentitud. Esas cosas lo dejan sin aire. El tiempo parece pausarse en el entorno y acelerarse en su cuerpo, que ya suda como un cerdo.

Unos insectos del tamaño de ratas vestidas de noche, con patitas que son incalculables para el ojo humano. Y sin embargo, eso no es ni de cerca lo que más estremece a Leonnar. «¡Por qué lo has hecho!» reclama una sollozante y vaga voz desde sus piernas. «¡Todo es tu culpa! Si no fuera por ti, ¡solo si tú jamás hubieras aparecido!» farfulla otra. Él no puede moverse, sólo es capaz de ver y sentir todas esas patitas tirar de su ropa, arañar la piel de sus piernas y trepar por su cuerpo.

No tienen antenas, pinzas ni ningún tipo de cabeza característica de un insecto, en su lugar esta es remplazada por un retorcido, desfigurado y podrido rostro humano. Y no cualquiera, sino unos que él ya ha visto en su pasado.

Uno se adelanta más rápido que los otros. Se ve diferente a los demás, no cuenta con el aspecto facial de un humano, más bien se asemejaba más al de una especie de animal. Y éste grita, con una voz distorsionada: «¡Por qué me has asesinado!»

De repente, aprovechando la situación, la criatura negra se levanta del sillón y al alzar sus brazos todo es tragado por una espesa oscuridad; incluyendo a Leonnar, quien siquiera tuvo tiempo de lanzar un grito ahogado.



17 de Abril de 1999

 

«Informe programado del día 16 de abril. Se respetará el protocolo denunciado en el reglamento, esta documentación será lo más resumible posible.

A las 0700 el Sujeto A salió del hotel (hospedado, gracias a la cooperación del recepcionista, en la habitación número 203). Marchó sin escalas a su hogar, llegando a las 0750. No hubo anomalías.

A las 1000 el Sujeto A salió de su hogar como siempre, camino hacía un bar-café (visto allí casi todas las mañanas) y, entre las 1030 y las 1045, el Sujeto A abandonó el establecimiento para ir a su trabajo. No hubo anomalías.

A las 1400 el Sujeto A accedió a su hora de descanso. Desde el vehículo se observó al Sujeto A mirando un bar-café (similar al que visitó con anterioridad) frente a la oficina, mas no se dirigió allí. El descanso acabó a las 1430. No hubo anomalías.

A las 1700 el Sujeto A accedió a un cambio de turno. No se lo vio moverse, siquiera para mirar el bar-café de más temprano. El descanso acabó a las 1800. El Sujeto A decidió marcharse del trabajo. Hasta aquí se mantuvo todo semejante al resto de días anteriores, desde el inicio de la investigación el día 5 de abril. Lo siguiente solo tuvo repetición los días 8, 12 y 16. Éstos serán tomados como base para el análisis (más información revisar informes anteriores). No hubo anomalías.

A las 1900 el Sujeto A llega al centro comercial “Unicenter Shopping[2]”. Dentro se dirige a una sección separada del público, un local cerrado. Una mujer con ropaje llamativo lo esperaba. No hubo anomalías.

A las 2200 el Sujeto A llegó a su casa. Permaneció quieto hasta las 2210, mostró interés en abrir la puerta pero no lo hizo. Se marchó. Luego de que el Sujeto A había abandonado el sitio, se procedió a realizar otra investigación de procedimiento: se detectó una presión atmosférica anormal, rastros de magnetismo muy alto y observaciones sensoriales incomprobables según la lógica. Sí hubo anomalía. Pecado confirmado.

Acotaciones extra: se colocó un panfleto realizado especialmente para ser visto por el Sujeto A. Captó su atención, pero después fue ignorado. No obstante, cumplió su objetivo. También pudo verse el cumplimiento exacto en la vida diaria del Sujeto A, tanto en éste como en los informes anteriores.

El agente Bendo Rodríguez se encargó de la apropiada investigación de la mujer vista en el centro comercial, su informe ha de llegar en la brevedad luego de la adquisición de éste.



Con esto finalizo el informe programado del día 16 de abril por parte del agente Efraín Möbius.»

Katrine baja el documento que estuvo leyendo y deja escapar un suspiro. Antes de regresar a la central y entregárselo a Leonnar decidió parar en un tranquilo bar para darle un vistazo. Sin importar cuántas veces lo lea sigue sin dar con una identificación exacta de lo que deben enfrentan. El patrón que utiliza es un tanto desigual, sin contar que no se le da mucho el mostrarse frente a otras personas.

–Podría decirse que ese hecho descarta varias posibilidades. –Toma un trago de su vaso de cerveza recién servido–. ¿Tal vez sea uno por debajo del rango B? Si ese llega a ser el caso... –Katrine escribe sobre una servilleta entre tanto piensa en voz baja.

Otros clientes, que al parecer están juntos, la miran entre risotadas. Seguro deben pensar que está tomándose muy enserio algún juego de mesa como «La llamada de Cthulhu» o «Calabozos y Dragones»[3], aunque ella no les da ni la más mínima importancia: sólo se sumerge dentro del mundo de las ideas.

La primera hoja contiene un acercamiento cronológico del día de ayer siendo comparado con los anteriores, la segunda muestra varios experimentos para definir el objetivo a tratar. Siempre, desde que ella tiene memoria, Efraín fue alguien metódico que le encanta realizar resúmenes lo más exactos y reducidos posibles, sin dejar datos irrelevantes o quitar detalles importantes. En lo personal Katerine cree que es un maníaco del tema.

En realidad, los datos aparecidos en la segunda hoja no fueron realizados por él, sino por Bendo Rodríguez, siendo Efraín quien lo transcribió y acopló como extra al informe.



«Informe de pruebas realizadas en la localidad del Sujeto A.

Como se pudo ver a lo largo del estudio, el Sujeto A es incapaz de ingresar a su hogar en el lapso entre las 2200 y 0750 (momento aprox. en el que él regresa). El agente Bento Rodríguez probó ingresar a la vivienda un máximo de 4 (cuatro) veces entre las 0750 y las 2200: entró sin problemas. Luego se procedió con el intervalo ya demostrado por el Sujeto A, entre las 2200 y 0750: hubo el mismo resultado que la primer prueba. No se presentaron anomalías.

Durante esos dos exámenes, el agente Rodríguez comprobó que en ambos casos, aunque débil, seguía siendo posible las observaciones descritas en la primer hoja del informe. Esto descartó la idea de un pecado cuya existencia se encuentre en el interior del Sujeto A. Sin embargo, pudimos comprobar que están enlazados por las repentinas mudanzas. A continuación de este resumen se encuentran duplicados de los documento de mudanza.»



Katrine detiene su lectura para tomar otro trago de cerveza. ¿Cómo consiguió todos estos archivos?, piensa al dar un vistazo rápido a las próximas hojas.

–Si no es la casa y tampoco es algo que lo siga todo el tiempo… –La ruidosa alarma de su reloj corta tajantemente su indagación–. ¡Diablos! Voy a llegar tarde –grita exaltada antes de colocarse su abrigo a las apuradas, suelta el dinero sobre la mesa y sale corriendo con un fuerte saludo hacia el barman: un viejo amigo de hace bastante tiempo.



—o—



–Vaya, vaya. Creo que esta es la primera vez que logro verte con un libro en las manos, no lo estarás planeando usar como papel de baño, ¿verdad? –dice Katrine en el instante en que entra a una sala bastante amplia. Grandes bibliotecas rascan el techo y varios libros están esparcidos en el suelo, con forma de grilla coloreado para jugar ajedrez humano. Y sobre el desorden hay un hombre, sentado en un banquito con un libro en su mano, que dirige su mirada recelosa a la visitante.

–Te gusta molestar, ¿no es así? –dice Leonnar–. Además, algún día hubiera tenido que leer todos estos archivos, sólo estoy adelantando el proceso. Llevo aquí casi un año y nada más entré a esta habitación por recados.

–Es peor de lo que imagine, ¿tienes fiebre?, ¿un tumor?, ¿demencia?, ¿fuiste secuestrado y abducido por extraterrestres? Si es esa última, por favor, no escatimes en detalles –afirma Katrine, revoloteando sus brazos con emoción.

Él regresa su vista a la lectura y contesta desmotivado: –Te vez de buen humor hoy.

–Sí, ¡no hay nada mejor que tomar una buena cerveza en la mañana! –dice estirando sus brazos adormilados.

–Conociéndote habrás ido a algún bar ¿Pero realmente existe uno que abra a estas horas? –habla Leonnar sin quitar sus ojos del libro.

–Estuve en el bar de Edwin, ¿dónde más? Allí tienen un tipo de regla por el cual abren con unos horarios bastante irregulares. –Ella se acerca y revela en su mano un bloc de hojas abrochadas–. Toma, es el informe de Efraín. Se lo pedí para darle una revisada antes de entregártelo. Después de todo, el deducir no es lo tuyo.

–¿Tienen alguna pista de que tipo puede ser? –contesta Leonnar revisando los papeles. Ella se desilusiona por su broma ignorada.

–Hace sólo unos días descubrimos que se trata de un pecado. Según los datos allí, podría ser un rango B. –Le da un vistazo al bloc de hojas con inquietud antes de continuar–. Pero hay algo que me preocupa, éste no está enlazado a la casa ni se encuentra en el cuerpo del «Sujeto A».

Leonnar da una ojeada rápida al bloc, página por página, y vuelve a la primera. Piensa. Para Katrine, esa expresión le provoca un sentimiento parecido a la ternura. Inclusive la primera vez que lo vio concentrado ella le dijo que hacía la misma pose exagerada de un niño, intentando ser un detective.

Entonces él murmura.

–He revisado los documentos de forma descendente. Inicié con el rango S y llegué hasta los primeros archivos del rango B. –Katrine quiso interrumpirlo diciéndole ¿Desde hace cuánto estás encerrado aquí? No pareces tú, pero se contuvo–. En todos ellos no he visto ninguno semejante. Katrine, ¿tienes tiempo libre hasta tarde? Voy a necesitar una mano con esto.

–¿Eh? ¿En verdad me veo como una oficinista? –dice señalándose a sí misma–. De ser así, hubiera escogido una ropa más a fin con el personaje.

La sola mirada de Leonnar sirve de respuesta. Suspira. Siendo una agente de campo se siente desprestigiada al serle otorgado un trabajo de esta categoría. Hay casos extraños como Efraín o Bento, que les encanta nadar entre los datos de igual manera que al realizar trabajos de campo. Rendida, Katrina le responde: –Esta bien, muévete y pásame algunos.



—o—

 

–Parece que has tenido un largo día –dice el barman al ver a su más fiel clienta con el rostro postrado sobre la mesa.

–…No tienes idea –balbucea sin mirarlo–. Puedes darme algo… lo que sea.

El barman recapacita colocando su mano derecha sobre la barbilla. No pasa mucho tiempo cuando su expresión cambia y camina hacia la repisa de las bebidas. Toma algunas, de aquí y allá. Regresa, coloca un poco de cada sobre un tipo de vaso largo con tapa de aspecto metálico y lo agita. Para terminar; vuelca el contenido, de un azul fuerte, sobre un vaso de vidrio ubicado frente a Katrine.

Ella tantea el mostrador hasta encontrar el vaso.

–Gracias, Edwin. Siempre puedo contar contigo.

–Te recomendaría no tomarlo de golpe, es una bebida fuerte. –Sin hacerle caso, Katrine se levanta y vacía el contenido del vaso dentro de su garganta. Ni siquiera sus labios llegaron a tocar el cristal del vaso cuando el líquido desapareció por completo–. Creo que deberías escuchar alguna advertencia de mi parte alguna vez –dice con una risa incomoda.

De manera sincronizada, ella y el vaso tocan la mesa al mismo tiempo. El sonido de la cabeza de la mujer golpeando el mostrador resuena por todo el local.

–…¿Por qué tuve que decirle que lo ayudaría mañana también? –balbucea haciendo círculos con el dedo sobre la mesa.

Edwin mira al reloj analógico colgado encima de todos los licores y la interrumpe: –Ya es tarde, tendré que pedirte que vuelvas a casa. Voy a cerrar pronto.

–Ha…, – Katrine se reincorpora riendo débilmente–. Sé que por lo menos falta una hora para que cierres. Aunque puedo entender lo que dices, ya debo irme.

La mujer coloca el dinero equivalente a lo que ha consumido en el mostrador, se para y camina hacia afuera con las manos dentro de su abrigo negro. Al abrir la puerta de cristal, que desencadena el sonido de unas pequeñas campanas, ella se detiene, mira al barman y se despide diciendo: –De otro modo no podré despertarme para cumplir mi promesa con él, ¿verdad?

El hombre al otro lado del mostrador sólo asiente con una amistosa sonrisa en su rostro.



21 de Abril de 1999

 

El suelo cuadriculado, que alterna de blanco a negro, está tapado por una infinidad de libros. Los libreros, con apenas unos espacios ocupados, siguen siendo vaciados con el correr de las horas. Sentado en un banquito Leonnar ojea a una velocidad impresionante, y sólo un poco más lejos una mujer ojerosa rasca su cabeza frustrada. Desde hace días, lo único que ha hecho es dormir, ir al bar, leer por horas dentro de esta biblioteca y volver al bar al final del día, y en los últimos dos el bar ha desaparecido de esa enumeración. Todo para encontrar un archivo.

–¡Esto me desespera! Hemos estados aquí encerrados desde hace… ¡Ya he perdido la cuenta de las horas! –grita Katrine echando fuego desde sus ojos. Podría decirse que incluso lanzó el libro que tenía en sus manos también.

–Muy bien, ya llevas más de 48 horas sin beber nada más que agua o jugo. Esta debe ser la mayor cantidad de tiempo que has estado alejada del alcohol en toda tu vida –responde Leonnar en tono burlón.

–¡¿Desde qué edad piensas que bebo?! –farfulla Katrine. Luego respira profundo un par de veces–. Al menos ahora vuelvo a estar despierta. Hoy temprano me enteré que Efraín te trajo un informe nuevo, ¿de qué trataba?

Él, como respuesta a la repentina pregunta, apoya el libro que estaba leyendo en el suelo antes de contestar.

–Estuvo interrogando varios de los vecinos y…

–Por favor, ponlo lo más resumido posible. Tengo demasiado sueño para escuchar un discurso –interrumpe Katrine sin aguantar las ganas de bostezar.

–Bien. –Leonnar cierra sus ojos por un minueto y continúa–. El año pasado la pareja del «Sujeto A» murió. No, más bien, su esposa y el amante murieron el mismo día, a la misma hora, en el mismo lugar, con la misma persona presente.

»La policía lo tuvo como principal sospechoso pero ya que el arma homicida no estaba a su nombre, quedó libre. Se le culpó por el asesinato del amante, sin embargo el jurado decretó que fue defensa personal. De seguro pudiste ver una anomalía en el horario de salida del trabajo en el informe anterior, pues eso inició luego de terminado el juicio.

–¿Qué hay con la mujer que vio en el centro comercial? Se encuentran bastante seguido –pregunta Katrine apoyándose con los brazos cruzados sobre uno de los libreros.

–Efraín me dijo que no tiene relación alguna, por lo que no es relevante. De igual manera me propuse a leerlo, y llegué a la misma conclusión –responde Leonnar.

–Si él fue el asesino de ambos, ¿no será uno relacionado con la culpa? –dice dudosa de sus palabras.

–Sí, y si comparamos el lapso en el que el «Sujeto A» no puede entrar a su casa y la hora en la que se especula sucedió todo, nos daremos cuenta que son el mismo momento. –Al terminar él mira fijamente a Katrine antes de continuar–. Además, creo recordar que la primera vez que vinimos dijiste que leíste todos estos libros, ¿cómo es posible que ni siquiera recuerdes haber visto algo similar?

–Eso fue hace tiempo… mucho tiempo. –Ella bosteza, revisa con la mirada todos los libros ya leídos y después pasa a los restantes–. Aún quedan muchos, ¡siento que estaremos toda una eternidad buscando por aquí! –dice molesta.

Entonces ella toma un libro justo a la altura de su mirada, lo abre y deja pasar una buena cantidad de páginas antes de detenerse. Sus ojos se agrandan y su rostro forma una sonrisa de lado a lado, arrastra el dedo por la hoja siguiendo su lectura visual. Pronto, Katrine rompe el silencio.

–Vaya. Creo que, lo encontré.



24 de Abril de 1999

 

En la puerta de una casa, metido dentro de un barrio que si bien no es el de mayor clase sí se encuentra alejado de la posibilidad de muchos, hay un hombre detenido. Él intentó colocar su mano en el picaporte al igual que siempre pero desistió, y ahora sólo se limita a observar. Pasa el tiempo, el hombre cabizbajo dice algo que su vigilante es incapaz de oír y se aleja para no volver, al menos por este día.

Dejando que se aleje, otro hombre dentro de un auto rojo estacionado en la otra cuadra espera que su objetivo gire en la esquina para encender el motor del auto.

Entonces el teléfono en su bolsillo suena.

–¿Diga? –contesta enseguida.

–Efraín, soy Katrine. ¿Por casualidad te encuentras ahora en la casa del «Sujeto A»? –Una voz femenina suena al otro lado, con un tono preocupado. No escatima en ir al grano.

–Si hubieras llamado uno o dos minutos después, podría decirte claramente que cualquier cosa que fueras a pedir sería una estupidez –le contesta el sujeto en el auto mientras ajusta sus anteojos negros. Un gruñido se escapa del otro lado del audífono–. ¿Qué necesitas?

–Por cómo hablaste te diría que te pudras y que ojala fueras devorado por caníbales. –Una sonrisa forzada aparece en el rostro de Efraín. Desde que la conoce, la frase «No la hagas enojar, lo que diga siempre es literal» se había grabado en fuego dentro de su mente–. Viendo las cosas como están, te dejaré pasar esta por ahora ¿Has podido ver a Leonnar por allí?

–Si tu pregunta es si se puso en contacto conmigo. No, no lo ha hecho. Tampoco he visto anormalidades que alertaran su presencia. –Efraín a cada momento a las acciones de su objetivo. A pesar de que se alejó de la casa, decidió esperar a un colectivo en la esquina. Si bien no es algo raro tampoco es algo que acostumbre hacer. De igual manera, él puede decir que se trata de algo positivo.

–Él no ha llegado al cuartel. Existen varios lugares a los cual ir, pero sé que él está allí, conversando con «eso» dentro de la casa –dice Katrin.

–Espera, ¡¿fue a ver al pecado solo?! Está bien, le pediré a Bento que continué vigilando al «Su-jeto A», yo iré a recoger al revoltoso que no obedeció a su madre. –De repente Efraín ve de reojo que la puerta de la casa se abre–. Espera un momento, hay movimiento. Luego hablamos.

–No vayas a… –Antes de que ella terminara de hablar él cierra el celular, finalizando la llamada.

Efraín enciende el auto y lo mueve justo frente a la casa. De la puerta abierta aún nadie ha salido. El oscuro interior que es como una fosa sin fondo permanece inmutable. Efraín abre el compartimiento que se colocó entre los asientos delanteros: allí guarda su 9mm.

No obstante aleja la mano enseguida en cuanto la persona que le fue encargado encontrar sale caminando, despreocupado. Forma una risa sarcástica mientras piensa; Nunca cambias, maldito bastardo.

–Diablos, esos lentes negros son inconfundibles. Te envió ella, ¿verdad? –dice Leonnar encogién-dose de hombros.

–Es obvio que una madre se preocupe por su pequeña «princesa», ¿no? –contesta el hombre en el auto, acercándose a la ventana en el asiento del acompañante–. Ella ya debería saber que los niños crecen muy rápido.

Leonnar mira el reloj en su muñeca, vuelve su cabeza hacía el interior de la casa. La puerta está cerrada, ahora es imposible poder ver el interior. Entonces se regresa a Efraín y dice: –Antes de regresar, ¿podemos hacer una última parada? Te contaré todo en el camino.

–…Bah, qué más da, ¡sube! –dice Efraín abriendo la puerta del acompañante–. Pero debes saber que no me haré cargo de las quejas de tu «madre».



—o—



Al cabo de diez minutos ambos, Leonnar y Efraín, se encuentran parados frente a una puerta blanca con un interesante adorno color oro –que no está de más decir que sólo se trata de pintura–. En el pasado Efraín ya había pisado la alfombra de esta casa y, dada la casualidad, su inquilino era quien los había contratado.

Leonnar toca el timbre. No tarda mucho hasta que alguien pregunta «¿quién es?» desde el otro lado.

–Somos a quien has llamado –responde Efraín. Han pasado más o menos cuatro años desde que se vieron por última vez, y el escuchar su voz de nuevo le saca una sonrisa.

–Esa voz. Sí, no puede ser nadie más, ¿eres Möbius? –La puerta se abre y un hombre, ni muy mayor ni necesariamente joven, los recibe con una calurosa bienvenida–. Hace tiempo que no nos veíamos. Veo que tienes un compañero nuevo, ¿qué le sucedió al anterior?

–Está tomando unas vacaciones… –Unas largas vacaciones, piensa–. ¿Podemos pasar? Si no te molesta, mi compañero quiere hablar contigo.

–Pónganse cómodos –dice abriendo la puerta por completo.

Los tres caminan hacía la sala, no es muy amplia pero desprende un aire agradable en cada uno de sus rincones. La pintura blanca que la recubre la vuelve un lugar muy bien iluminado, y contando la buena distribución de muebles y decorados se crea un ambiente acogedor.

–¿Quieren algo para beber? –pregunta el hombre.

–No es necesario, seremos breves –dice Leonnar al sentarse en uno de los sillones simples–. Sé que es tarde así que no le quitaremos mucho tiempo.

Siguiendo su ejemplo, Efraín y el dueño de la casa también toman asiento. Efraín es el primero en hablar, con un tono de viejos amigos: –Dime Bernardo, ¿cómo ha estado tu sobrina?

–¡Bien! Termino la rehabilitación muy rápido gracias al apoyo que nos dieron. –La cara de Bernardo se muestra radiante–. Ah, ella me pidió que te dijera gracias, por las flores y por todo lo que hiciste. Lástima que tuvieron que pasar unos años hasta que pudiera terminar ese recado.

Después nadie más habla. Efraín se encoje de hombros y baja la mirada sonriendo con nostalgia. Aprovechando el hueco Leonnar revela sus intenciones.

–Seré directo, necesito que hagas algo por nosotros. –El hombre sentado frente a ellos hace un gesto para que prosiga–. Quiero que mañana cites a Emilio Rios para verse pasado mañana, y necesito que le des esto. –Saca uno de los panfletos falsos que tenían preparados desde hace mucho tiempo.

–No sé si pueda… –dice Bernardo rascándose la barbilla.

–No te preocupes, sé que puedes hacerlo –habla Efraín con una voz llena de confianza. Aunque Bernardo no puede ver sus ojos por las gafas oscuras, su rostro parece captar bien lo que están expresando.

–Bien, haré lo mejor que pueda. Pero Emilio suele quedarse en hoteles, cómo…

–Nosotros te diremos a dónde llamar –interrumpe Leonnar–. Y como ya lo he dicho todo, nos vamos retirando. –Saluda con la cabeza, se levanta y camina a la puerta.

–¿Podrías disculparlo? No ha dormido bien últimamente –dice Efraín–. Espero que podamos vernos algún otro día.

–Está bien, también estoy algo cansado. Y sería bueno, mi sobrina tiene muchas ganas de verte –responde Bernardo.

Sin embargo, al escuchar eso último, la expresión de Möbius cambia. Tras esas oscuras gafas negras se encuentran escondidos unos ojos llenos de tristeza.



—o—



Una vez que están afuera Leonnar se detiene a mitad del camino al auto. Su mirada parece perderse en el cielo estrellado. Efraín recuerda que al principio, cuando inició en todo esto, también solía hacerlo. Se preguntaba: ¿Es esto lo correcto? ¿Hubo alguna vez algo mejor esperándome? No obstante, esas incógnitas desaparecieron en menos de un año. Si él mira más de cerca el rostro de su compañero puede notar que allí no aguarda ninguna pregunta existencia o los «qué tal sí». Sólo parece intentar comprender aquello que, por ley, les es imposible.

–Esto fue lo último necesario, podremos iniciar el plan final en cuatro días. Será mejor descansar bien para entonces –dice Leonnar regresando su vista a la tierra para retornar su paso hacia el auto.

Efraín por alguna razón no quiso dar ninguna contestación, únicamente se limitó a subir al auto. Esta es la primera vez que trabajamos en un caso sin la ayuda de nuestro jefe y, siendo sincero, no

nos va nada mal, piensa Efraín.

29 de Abril de 1999

 

Un auto se detiene frente a la casa del designado «Sujeto A» y un hombre vestido con un conjunto negro sale de él. Cuando mira al cielo lo primero que le viene a la mente es que lloverá. Enlista su pistola en uno de los bolcillos internos del saco y cruza la calle. El barrio está en un completo silencio. Nadie lo observa o aparenta hacerlo. Fue difícil para él convencer a Efraín y a Katrine de que lo dejaran venir solo –sus perspectivas son muy diferentes a la suya, o lo eran hasta que les contó sobre lo que vio ese día cuando casi fue devorado por la oscuridad de la culpa–.

Al dar la primera pisada sobre aquel patio que antecede a la casa, él aparece.

Esta era la primera vez que Leonnar lo veía de esa manera. Por un momento pensó que dicha bienvenida no era más que algo común dentro de su oficio. No obstante, contando las cosas que ya había visto, la imagen grabada en la realidad frente a él le era indescriptible. Uno de ellos sonrió, haciendo que su negruzca figura se tambalee.

Sobre el nublado cielo de la naciente noche; unas sombras bailan, ríen, corren, se sacuden, gritan y sufren formando una indiscutible danza macabra.

Él no se acobarda y continúa caminando. Intenta en lo más posible no observar a esas atemorizantes figuras. Casi puede escuchar una difuminada melodía cuando pasa por debajo de ellas. Leonnar sabe que una vez este dentro verá, escuchará y sentirá cosas mucho peores y perturbadoras que éstas. Lamentablemente, la duda no es algo de lo que pueda darse el lujo de tener. Posa su mano sobre el picaporte. Respira hondo. Y abre la puerta, como si su vida dependiera de ello.


Xenoformo[1]: es el nombre de la criatura bípeda aparecido en la famosa película “Alien: El Octavo Pasajero”.

Nota[2]: “Unicenter Shopping” es un centro comercial fundado en 1988, siendo el primero centro comercial en el país, perteneciente al holding chileno Cencosud. También está considerado uno de los 10 centros comerciales más grandes de América Latina, contando con 10 manzanas y con 239 mil metros cuadrados distribuidos en tres plantas.

Nota[3]: Ambos, La llamada de Cthulhu como Calabozos y Dragones, son juegos de rol bastante famosos.


Capítulo 4: La sombra de la culpa



Lo primero que vio fue el cielo, luego el mar y la arena. Dos personas acababan de encontrarse. De alguna forma, él sabía la fecha: 13 de julio de 1995, el día que ellos sellaron su futuro. Las aves cantaron felices, el agua bailó bajo el ocaso y el viento los abrazó. El rojo hilo del destino se enredó en sus dedos.

Él saco del ajustado bolcillo de su pantalón una pequeña caja, su decorado era simplista y la pintura se veía desgastada –sólo era una antigua caja–, pero en el momento en que la abrió una dulce melodía sonó.

Su presente hacía ella. La promesa al fin cumplida.

Lagrimas cayeron del joven rostro de ella, sus manos habían ido automáticamente hacía la cajita musical. Los dedos de ambos se tocaron y, al igual que niños, desviaron sus miradas. Y después rieron. Sus felices carcajadas viajaron por toda la playa.



Entonces el mundo se consumió en un profundo naranja. Todo volvió a cambiar. La anaranjada luz provenía de una lámpara en el techo, por debajo se expandía una larga mesa cubierta por un fino mantel, donde un exquisito banquete desprendía su encantador aroma. Y rodeando ésta; personas de diversas edades comían, bebían, hablaban y reían felices.

Entre la aglomeración, sentado uno frente al otro, estaba la pareja de la playa, comiendo más lento que los demás con sus rostros colorados. Sin embargo, en comparación con el resto sus sonrisas eran más grandes que las de cualquiera dentro del comedor.

En la esquina de la mesa rectangular, un hombre adulto –en sus cincuenta– se levantó de la silla con una copa en su mano y dijo: –Ya que todos estamos acá, por qué no les otorgamos a estos tortolos un cálido brindis.

Con el movimiento de las copas siendo alzadas gotas de alcohol cayeron sobre el mantel. Dentro de la sala existió una embriagadora felicidad que ni siquiera el exceso de bebida parecía poder arruinar.

Él miró el almanaque pegado sobre la pared, ya había pasado más de un año: era el 19 de julio de 1996.

–¡Mi hermanita ya ha pasado un año entero con su hombre!, quién diría que existiera uno que la soportara tanto –dijo una joven mujer mientras abrazaba a su sonrojada hermana menor.

–¡Wa! ¡Parece que alguien se ha pasado de copas!–gritó una chica, siendo esta mucho menor a las otras dos.

–¡No me molestes enana! ¿No puedes ver que estoy en abstinencia? –contestó la otra mientras enrollaba más sus brazos en su hermana–. ¡No quiero que mi hermanita se vaya a vivir con un hombre!

»No lo tomes a pecho, chico –agregó mirando al joven sentado frente a ellas.

 –Yo también soy tu hermana, ¿sabías? Además, tú no eres la más indicada para hablar de ello… –contesto la más joven de las tres.

De repente la luz se apagó. Parecía que nadie se asustó ni enojó por ese hecho, tomándolo con completa naturalidad.

–Oh, otro apagón, ¿no es el tercero de esta semana? –dijo la voz de un hombre.



La luz parecía jamás regresar.

El tiempo y el espacio volvieron a ser trastornados, siendo algo que únicamente el cuerpo del observador podía sentir, de manera similar al efecto secundario de un medicamento vencido. El mundo era oscuro y sin importar cuanto pasara sus ojos jamás lograban atravesar esas penurias. En un momento sintió que su edad era quebrada y retornada a un punto cero. Y sintió miedo como un niño envuelto con sus sabanas en un día de tormenta. El corazón le palpitaba tan fuerte que sentía que pronto éste rompería su pecho y saldría corriendo, la sangre volaría por el vacío sin que nadie nunca sea capaz de conocer su paradero.

Tal vez han pasado horas, días, meses e incluso años desde que la luz desapareció. ¿Él recordará cómo era? Si la vuelve a ver, ¿le temerá, igual que a la oscuridad al principio, y correrá hacía algún lugar que crea seguro? Es incapaz de saber cómo reaccionará, después de todo ahora sólo era un niño.

Quería llorar porque sus padres no estaban con él, a pesar de ya no recordar cómo eran.

¿Por qué estaba aquí observando una película tan aburrida? No lo recordaba.

Él ve que la nada tembló y un ligero goteo tocó su cuerpo para después rebotar hacía el vacío. Todo planeaba volver a cambiar. Cuando finalmente pudo acostumbrarse y sentir seguridad en la nada, vinieron a quitársela. No lo entendía.

Esas imágenes hacen doler mi pecho, pensó. ¿Pero eran suyas?

Una luz se escurrió entre un hueco oscuro, que luego tomó la forma de una ventana. Estaba otra vez dentro de una casa. Primero apareció una puerta, luego una mesa de noche con una caja encima, unas paredes blancas –con diversas cosas borrosas en ella–, unas cortinas color crema y al final una cama.

Desde la ventana que había sido creada se reflejaba la luna en todo su esplendor al descubierto. No sentía ninguna vergüenza en mostrarse al desnudo, sin que las nubes la taparan. Una cálida brisa luchaba con la luminosidad para atravesar el mismo paso, y como resultado las cortinas se movían ondulantes.

El brillo de la perla gigante se movió hacía la cama, alumbrando a dos personas cubiertas por una sabana semi-transparente. Él no podía ver bien qué era lo que ellos hacían, ¿tal vez tenían miedo a la luz como él?

Sobre la mesita a un costado de la cama surgió un reloj, a un lado de la cajita. Él se percató enseguida ya que en el instante en que éste marco las doce de la noche el cielo se iluminó. Explosiones florales se dibujaron por todo el firmamento, dando un perfecto acompañamiento a la solitaria luna.

Por el ruidoso exterior las personas de debajo de las sabanas sacaron sus rostros e, igual que la luna, se mostraban al desnudo. No hubo más sospecha cuando los vio, cualquier idea que fuera contraría a la identidad verdadera de esas personas fue desechada. Eran la misma pareja de la playa. La mujer alzó su mano con asombro y en su dedo se manifestó una sortija de plata.

Ese día fue 22 de abril de 1997. La consumación de la noche de bodas.



Cuando menos lo esperó la iluminación fue degradada y las sombras volvieron a reinar. Cada respiro y parpadeo lo arrastraban un mes hacía delante. Sus soplidos corrían los días como el viento a las hojas en otoño. El desconocido tiempo mutaba a cada momento, él ya no sabía dónde estaba.

Sin embargo esa vez fue diferente. No se limitó a ser sólo oscuridad, sino que además la nada era surcada por infinitas imágenes. Lo que tenía en frente eran los rastros de una vida.

¿Su vida? ¿O quizás… la de alguien más?

De repente ya no se sintió un niño, su cuerpo creció sin que se diera cuenta. ¿Cuánto ha transcurrido? Hasta que llegó a la última parada esa pregunta no fue respondida.



Y la lluvia fue lo que apareció de la nada. Él levantó su mirada al cielo y las nubes lo saludaron junto con la húmeda copa de los árboles, que se mecían con fuerza. Y debajo de todo esto, postrado sobre sus rodillas, totalmente empapado,  estaba el mismo hombre que había visto quién sabe cuántas veces ya. Parecía sollozar.

Estaba viendo algo, ¿qué era? La mente del observador ahora era capaz de comprender mucho mejor el mundo: no era más un niño.

Entonces una extraña iluminación –salida desde la nada– se enfocó sobre una ventana flotando, allí emergieron los actores faltantes. El otro lado del cristal presentaba una dimensión diferente. Una mujer, la esposa del hombre arrodillado, juega debajo de las sabanas con un personaje desconocido. Tanto para el observador como para el hombre.

Él aún era demasiado joven para comprender que sucedía al otro lado, aunque podía adivinar que no era algo bueno. Y gritó, de una manera que nadie pudo escucharlo.

Las luces del escenario se apagaron y el telón bajó. El último acto estaba por comenzar.



Una explosión resonó a su espalda, la onda sonora arrastró la negrura con una degradación ficticia. Al instante en el que se giró una cortina rojiza voló hacía él, tiñendo su visión. Era transparente, una fina película que se propagaba por el aire con total libertad. Y tras de esta un maniquí cayó, golpeó el suelo y esparció su arena roja por el escenario.

La luz se postró sobre un hombre arrodillado bañado en desesperación.

El observador estaba atónito. Él no sabía cómo reaccionar en esa situación, nunca había visto algo así. Lo primero que hizo fue caminar al hombre, en segundo lugar intentó consolarlo otorgándole un abrazo. Pero fue inútil. Sus cuerpos eran incapaces de tocarse. ¿Por qué?, se preguntó para sí. Sus manos eran falsas, o tal vez la imagen frente a él lo era.

No podía saberlo.

Detrás del hombre arrodillado emergió una sonrisa. Otro personaje entró en escena y después la iluminación desapareció.

Los focos se prendieron por tercera vez y escuchó una plácida voz sin emoción alguna.



–Muere…



No fue la voz del hombre arrodillado, tampoco pertenecía al dueño de aquella sonrisa.

Entonces, ¿de quién era? La suya. El observador había olvidado cuál era su rol y decidió intervenir.

¿Cuándo lo hizo? En el mismo momento que tomó el arma.

¿Por qué lo hizo? Él así lo quería.

No una, ni dos, sino siete veces fueron la cantidad en que la pistola en sus manos rugió. Sin embargo él no se quería detenerse. Lamentable, ¿por qué la diversión acaba tan rápido?, pensó.

Su figura rió involuntariamente. Desde las paredes, detrás de los muebles, en los agujeros de su víctima y en la flor carmesí en la frente de la mujer se esparcían litros de una arena roja. Su voz se elevó y su risa, ahora vuelta carcajadas, despojó las cadenas de la locura. Fue la primera vez que rió. Y al final, cuando el cuerpo del hombre soltó el arma y dejó de ser uno con el observador, él comprendió lo que era; su existencia.

Miró hacia el banquete en la mesa e imaginó como se pudría y era devorado por gusanos. Luego se giró y voló hacia el techo. Su figura se unifico como si de una sombra se tratara.

–Así que yo soy tu pecado –dijo el observador mientras daba inicio a su baile. Hoy estaba feliz, por fin conoció a la seductora tragedia.



24 de Abril de 1999

 

Al momento en que la ilusión acabo, Leonnar no podía cerrar sus desorbitados ojos. La sombra se contrajo y con lentitud las negruzcas extremidades regresaron al cuerpo principal. Él ahora está congelado, intentado regresar a sus sentidos.

 –Ahora entiendes –habla el ente–. ¿Tu curiosidad ha sido saciada?

 Leonnar había nacido, crecido y sentido en carne propia todo lo que le mostró; inclusive disfrutó cuando jaló el gatillo, y entristeció cuando las balas se acabaron. Esa extasiada carcajada había salido desde el más oscuro rincón de su interior, la ilusión no había tenido nada que ver con eso, así lo percibe Leonnar. Su alma está manchada. No, más bien, siempre lo estuvo. Por un momento probó su verdadera naturaleza, y no tuvo el deseo de regresar.

 –Hoy te dejaré ir –dice la sombra con su boca principal–, pero al momento que pises dentro de esta casa, será tu «culpa» la que te devorará.

 Una vez lanzadas estas palabras al aire, el ente se funde con el piso, llevándose consigo todas las brumosas sombras de la casa. La vista de Leonnar no tarda en aclararse y vuelve a ser capaz de discernir el interior de la casa.

 Se levanta del sillón, el único en toda la sala, y camina a la puerta sin decir nada. Ésta se abre sola, invitándolo a irse. No obstante, Leonnar se detiene antes de llegar, sus manos intentan ocultar su ligero temblor cerrándose y él se voltea para enfrentar el living de la casa. Abre la boca pero ninguna palabra sale. Una advertencia de mente para que se mantenga en silencio.

 Con un traqueteo, la puerta a su espalda se abre sola. Esta era la respuesta del diálogo jamás dicho. Entonces medio a regañadientes se vuelve hacia la salida y camina sin detenerse, al menos hasta salir de la casa.

 El mundo real lo recibe alcanzando el viento, los aromas y sonidos que, a su parecer, no había sentido en años. Sonrío para sus adentros, para que nadie lo viera. Ni siquiera él mismo.



29 de Abril de 1999

 

La puerta se cierra en tiempo bala[1], sellando todas las conexiones existentes con el mundo externo. El living de la casa a la que ha entrado Leonnar se asemeja a un mundo paralelo, repleto de extraños brillos que flotan y se trasladan en las paredes como reflejos de una lámpara de noche para niños, creando un grato efecto hipnótico. Él ya sabe de antemano que por el simple hecho de haber entrado, el concepto que reflejan las palabras «salida» o «escape» no existe aquí. Ha entrado al interior de una planta carnívora que pronto empezará a liberar sus fluidos digestivos.

 «Has venido».

 Una singular voz hace eco dándole la bienvenida. Es difícil discernir de dónde proviene, podría ser tanto del interior de la sala, desde las paredes o incluso desde su mente.

 Da un paso al asfixiante living que le dictamina que el respirar es innecesario. Leonnar había leído hasta el cansancio el archivo sobre su objetivo. Un tipo de preparación más que fundamentada, ni siquiera se debería decir que es un procedimiento obligatorio.

 «Estás listo»

 Su objetivo vuelve a hablar, pero él mantiene el silencio.

 El pequeño pasillo en el que antes podía pasar sólo una persona ahora se ha extendido al largo de un arco de fútbol. Esta es la entrada a su prueba. Al otro lado se ve el interior de un agujero negro, del que ni siquiera la luz es capaz de escapar. Un portal que hará ver aquello que Leonnar no desea revivir.

  «La Culpa», o antiguamente llamado «Érebo» –siendo este el primer nombre con el que fue bautizado–, es lo que domina sobre este mundo. Según leyó, Érebo es un pecado que se descubrió en Grecia, el 13 de marzo de 1532, a quién se le atribuyó dicho nombre por su aspecto y poder. Érebo es el dios primordial de la oscuridad y la sombra en la mitología Griega, y el pecado cumplía las condiciones para el papel. Su habilidad es similar al de muchos otros pecados, basándose en alterar la percepción que tenemos de la realidad. Por lo tanto, todo esto es una ilusión. En el segundo que comprendes eso, su poder pierde efectividad.

 Sin embargo, no es tan fácil. Nunca lo es.

 Liberando las dudas en su mente Leonnar camino a través de la entrada del pasillo. Sus pies tocan el invisible camino de oscuridad. Sigue derecho por unos minutos y entonces se voltea.

–No hay retorno, ¿eh? –espeta mirando el negruzco corredor infinito.

Al volver a girar una «cosa» está frente a él. Su respiración se detiene. El viento que sale de las astilladas cavidades que remplazan a la nariz golpea sobre el rostro de Leonnar. La «cosa» no tiene nariz ni ojos, su piel está tan desgarrada y carcomida por el tiempo que su sola presencia obliga a cualquier  estómago a escupir su contenido. Un largo pelo tirando a blanco, o tal vez un rubio palidecido, se desprende desde la casi calva cabellera de la cosa. Y en el centro de su cabeza, en el medio de la frente, existe un pequeño agujero donde la luz no se atreve a entrar.

Un pútrido aroma, viniendo de la «cosa», se pasea con un verdoso flúor traslucido que se traslada con un zigzagueo a todas las direcciones. Una fantasmagórica serpiente que se mece sobre árboles invisibles, capaz de dar un tarascón de un segundo a otro. Mas Leonnar ni siquiera se mosquea, una ilusión no deja de ser una sin importar que tan realista se vea. Él sólo detiene su descanso y sigue su paso, ignorando al cadáver viviente, cuando ambos cuerpos se tocan el de la «cosa» se deforma igual a una figura  de humo.

Todo es falso, mera utilería.

Estas ilusiones, como falacias que son, no pueden otorgar un daño físico. Esa podría ser determinada como la debilidad de Érebo. Sin embargo sí existe una excepción a la regla: Érebo es capaz de lastimar o incluso asesinar a su portador, aunque sea algo que por lógica no tendría sentido. Hubieron varios casos que certifican ese dato.

En 1910, en Londres, un pecado reconocido como Érebo asesinó a su portador obligándolo a tomar diversos productos químicos nocivos. Para rematar, además –aun teniendo el control sobre su cuerpo–, saltó desde el tejado de una fábrica. Cabe resaltar que la identidad del sujeto era el dueño de dicha fábrica.

Si bien Érebo es incapaz de dañar a alguien físicamente hablando, tiene otras posibilidades. Cuando una persona –que no es el portador– cae influenciado por las ilusiones, tiene altas probabilidades de acabar en estado vegetal. Esto sucede debido a que es la misma persona quien se daña a sí misma, suicidándose dentro de las ilusiones. Podría haber más razones para producir ese final, pero en su mayoría son desconocidas.

¿Cuáles son los síntomas que lo generan?

En el tiempo que fue reconocido como Érebo sólo se tenía una vaga idea, y la razón por la que ahora es llamado «La Culpa» o, en algunos casos, «La Sombra de la Culpa», se debe a su motivo. Las condiciones necesarias para que este pecado, al igual que muchos otros, aparezca sigue siendo un completo misterio. Por decirlo de alguna manera, lo único que se conoce son los ingredientes principales y el nombre del platillo, la receta secreta sigue siendo un misterio.

Mientras Leonnar continúa su incesante paso; a los lados del corredor invisible, colgando sobre el vacío, emergen cuadros desde lo que parecen distorsiones en el espacio. El interior de éstos es igual o más negro que el pasillo sin fin.

Si estas son las imágenes que representan su pasado, era algo de esperarse.

El hombre que está aquí, portador del nombre Leonnar, tiene menos de un año de vida. El mundo no reconoce esa existencia antes de ese momento. Todo lo que lo precede es un lienzo en blanco que jamás será ocupado.

Entonces, ¿quién es este hombre? Alguien que lo desechó todo. Tomó su pasado y lo que podría haber sido el futuro y lo lanzó dentro de una trituradora, lo quemó y enterró en un cementerio sin tumba.

Al fondo, a una distancia considerable, surge desde el piso, violando las leyes de la física, una puerta doble. Su objetivo ya debe tener listo el plato principal.

Su mente no debería sentir las huellas del pasado, las marcas invisibles grabadas en el alma, tampoco debería sentir arrepentimiento o culpa. Eso es lo que establece la organización llamada Cuervos del Destino –o de forma abreviada CdD– para sus agentes, por esa razón los obligan a despojarse de la vida que llevaban hasta ese día y les crean una nueva identidad, libre de todo mal.

Aunque esa sea la norma, muchos empleados no son capaces de descartarlo todo. Él está incluido. Pero no se trata de algo que provenga de aquello que deshizo, sino de los hechos que ha vivido bajo su nuevo nombre: Leonnar.

Al llegar a la puerta al final del pasillo, esta se abre liberando un brillo oscuro. Y no es hasta que entra definitivamente que logra abrir sus ojos. Lo que ve es un mundo que no debería de existir.

Un comedor, de aspecto tan diferente al anterior que decir que pertenecen a la misma casa es una locura. Las paredes, suelo y techo tienen un color azul marino, la única ventana se encuentra en la altura de la segunda planta, expulsando luz que queda congelada en ese lugar. A unos centímetros de esta ventana, cubriendo desde el techo hasta el piso, hay una pared que llega hasta la mitad del comedor y dobla en un codo adentrándose hasta la pared contraría a la que está Leonnar. Y a su lado nace una escalera incolora.

¿Por qué esto es un comedor? La pregunta se responde sola una vez se mira hacia arriba; que es donde podrá verse la mesa con sus sillas, platos, cubierto y hasta un candelabro pegados patas para arriba en el techo. ¿Esta casa tenía más de dos pisos antes? No, este lugar ni siquiera es real.

Alguien aparece desde detrás de las escaleras. Sus rasgos no son del todo visibles aunque por su altura aparenta ser un niño. Él o ella camina en dirección a la puerta doble detrás de Leonnar, sin embargo se gira antes y se detiene frente a la escalera, entonces vuelve su mirada al reciente visitante. Las dos trenzas que cuelgan desde su cabeza revelan de inmediato que se trata de una chica. Si se la mira por encima, no existe ningún rastro que la haga ver igual al cadáver del pasillo.

No obstante, una vez que bajas la mirada al tórax de la niña logras ver un hoyo, muy diferente al de antes. Inclusive, sin mucho esfuerzo, uno es capaz de mirar al otro lado del agujero.

Leonnar conoce esa marca. La imagen golpea su cerebro repleta de estática. Una sensación de nauseas recorre su garganta. Su mano tiembla y se mueve de manera independiente, tomando la misma pose que es usada para apretar el gatillo de un arma.

Sus músculos y nervios aún recuerdan la sensación de ese día, la fuerza con la que el rebote del arma golpeó su brazo y el olor de la pólvora esparcida por el aire.

La niña levanta su mano derecha y en ella aparece una pistola, igual a la de aquella vez. La pesadilla que noche tras noche él había tenido por todo más de un mes se vuelve realidad.

La frase «todo es una ilusión» se escapa de su mente. No la interpreta, se bloquea y en respuesta las glándulas sudoríparas[2] trabajan sin descanso. Abre la boca intentando hablar, pero las palabras quedan estancadas en su garganta. De repente, y para su sorpresa, él esculla el estallido del arma al disparar y en menos de la mitad de un segundo la bala penetra en su cráneo, alojándose en el interior del hemisferio izquierdo de su cerebro.

El cuerpo de Leonnar es empujado por el impacto y cae sobre el vacío de oscuridad, que lentamente empieza a tragarlo como arenas movedizas.



21 de Abril de 1999



–¿Así que «La Sombra de la Culpa» es el nombre de nuestra «cosa»? –menciona Katrine mientras sostiene un informe en sus manos, no ha pasado más de veinte minutos desde que lo encontró–. Según parece su existencia está ligada a un objeto, será un dolor de cabeza encontrarlo.

 La biblioteca sigue tan desordenada como antes, Leonnar está sumido en sus pensamientos sentado sobre un banquito. Lo ha estado desde que leyó el archivo. Y en contraste a él, Katrine se pasea de un lado a otro liberando diversas quejas al aire.

 –…Eso sin contar que su habilidad también es bastante molesta, tal vez deberíamos formar dos grupos para encargarnos de él, o quizás podamos en vez de eso secuestrar al «Sujeto A» y quitarle la información que necesitamos o…

 –Yo me encargaré –la interrumpe Leonnar.

 –¿Eh? Pero tú… aún no te recuperas del caso Uroboros, ¿no es así? –pregunta Katrine preocupada.

 –Estaré bien –contesta levantándose, mira con una pequeña sonrisa a la mujer en la biblioteca y camina hacía la puerta–. Si ese es su poder, esto es algo que debo hacer.

  »De otra manera, nunca podré dormir en paz en el futuro.

 

██ de █████ de ████



¿Cuánto ha pasado? ¿En qué momento olvide? ¿Qué es lo que olvide?, piensa el solitario hombre. Él no siente su cuerpo desde hace tanto que ha olvidado cómo es uno. En un inicio fue una ameba que se movía y flotaba en un mar negro, mas nunca fue capaz de dividirse y crear dos de él mismo. Luego se vio como la hoja de un alga, transitó mucho más camino que antes pero aun así fue incapaz de llegar a algún lugar seguro y un pez que pasaba lo devoró. ¿Volvió a rencarnar? No lo sabe, no puede verse ya que no tiene ojos. Aunque en la realidad sólo una víctima del efecto placebo.

 «Ha pasado una eternidad, no sé cuándo pero estoy aquí para que no lo olvides». Algo habla dentro de su mente. Es la misma cosa que siempre viene a verlo. ¿Qué es lo que querrá hoy?, pregunta el hombre.

 «Debes recordar tu pecado, por eso estás aquí», responde la voz. «Voy a mostrártelo una vez más antes de que desaparezcas».

 El hombre asiente, aunque no sabe cómo. La presencia capta la respuesta.

 «Velo una vez más y arrepiéntete con todo tu ser».

 

El agua se mece y remolinos de colores ocres mutan al escenario. Lo que parecen ser paredes desdibujadas se achatan creando una única planta. El suelo es creado. El techo se aleja y recorre un largo paso extendiéndose al infinito. El cielo es creado. El hombre es colocado en el suelo y atado con cadenas invisibles para que no caiga al cielo, él no para de revelar sorpresa porque por primera vez siente un cuerpo. El hombre es creado.

 Él mira al firmamento y los colores rojos que van apareciendo lo encantan, nunca los había visto. El suelo toma una forma agrietada y un carmesí rellena las fisuras como si fuera magma. Y en ese momento toda la belleza que él encontró en ese mundo recién nacido, muere.

 Su mirada parece perderse en lo que ahora lo rodea.

 «¿Cuántas veces lo has hecho?», habla una niña con inocencia justo en su oído. «¿Cuántas veces me has matado?»

 Su mente parece estallar, sus ojos pierden brillo y su garganta se enreda. No puede responder, los cuerpos de niñas muertas que se expanden por toda la tierra lo bloquean. La diferencia entre cada una es casi nula, todas ellas son la misma niña de piel morena y pelo trenzado, sin embargo el agujero que apagó sus vidas diverge. Una lo tiene en el medio de su frente, otra en la mejilla, la de más adelante en el pecho izquierdo, la que está boca abajo tiene uno de salida en el costado. Todas murieron por la misma arma, empuñada por la misma persona.

 Un metal pesado está en las manos del hombre. Cuándo o cómo llego allí, no lo sabe.

 Los cadáveres se alzan, sus desfiguradas sonrisas brillan junto al cielo de sangre. Con sus brazos, piernas, cabezas y torsos podridos se arrastran desesperadas. Tienen hambre. Las manos presionan los muslos del hombre, también escalan por su espalda y con sus mandíbulas arrancan su piel, carne y músculos.

 El cuello ya no existe, tampoco el costado izquierdo ni gran parte del brazo derecho. Lentamente es consumido por los peldaños de su pecado.

 ¿Cuántas han sido ya las veces que he muerto?

 «No las suficientes».

 ¿Cuánto más tendré que resistir?

 «Hasta que te rompas definitivamente».

 ¿Por qué?

 «Porque es tu pecado, debes tomar la responsabilidad».

 Yo no lo he hecho, ¡no recuerdo haberlo hecho!

 «Ella sí, no lo ha olvidado».

 Por favor, haz que pare. Duele mucho, y aún más cuando soy incapaz de llorar.

 «No se detendrá, al menos hasta que quede saciada».

 ¡Pero ya no quiero más, no puedo seguir más! ¡Siento que perderé la cordura!

 «Entonces MUERE».

 

 —o—

 

El escenario cambia. El mismo hombre –con su cuerpo sanado– está de píe sobre el techo de un rascacielos. La vista es hermosa, digna de un final que la misma luna aprueba. Una noche estrellada en invierno. Pero el hombre no siente el frío.

 –¿Aquí es el lugar? –dice. Al fin escucha su propia voz.

 «Sí. Sólo debes usar esa arma», habla la entidad señalando la mano del hombre.

 Él, obedeciendo, sube la pistola color plata hasta su cabeza y coloca el dedo en el gatillo. Cuando el botón sea apretado todo terminará, el hombre podrá descansar y escapar de su pecado. Después de todo, no es su culpa. Desde que tiene recuerdos, lo único que ha hecho es sufrir una condena que no merece. Y aun así él la aceptó sin quejarse, dudar o rebelarse hasta ahora. Qué es lo que hizo que siguiera adelante, el hombre no tiene idea. ¿Tal vez la culpa sí era suya, pero lo había olvidado?

 –…Olvidado. –Él repite esa última palabra que pasó por su mente–. ¿Qué cosa he olvidado? ¿Qué me ha ofrecido salvación hasta ahora?

 «Vamos, hazlo… No hay que desperdiciar el tiempo». Esta vez sonó diferente. Hubo un pequeño lapso de ruido entre oraciones.

 El hombre baja el arma con su brazo en peso muerto. Una imagen a la velocidad de un micro-segundo pasa por su mente. ¿Quién era ella? No puede recordar.

 «¿Sucede algo?», pregunta la presencia.

 En un segundo el espacio-tiempo tiembla con una estática lluvia. El sonido de un cristal al romperse. La imagen resonante de una mujer joven, un tanto menor a él, con un cabello largo y lacio color purpura teñido, con un sonrisa natural. Ya lo entiende.

 Él sonríe.

 –Comprendo –dice el hombre–. Tú fuiste la primera persona que saque del infierno, ¿verdad? –Una lágrima baja por su rostro y ríe–. ¿Vienes a devolverme el favor? Que impertinente, deberías saber que no necesito ayuda, soy un hombre ahora.

 Lluvia de ruido recorre el escenario de la obra, el personaje se revela contra el director.

 –Ha pasado un año ya –continua elevando su mirada al cielo, pareciera que éste va a quebrarse y desparramar sus fragmentos vidriosos por todo el teatro–. En ese tiempo era un tonto valiente que tenía el deseo de proteger a todas las personas, por eso cuando tuve que apretar el gatillo me culpe a mí mismo. No podía perdonarme ni aceptar ese resultado.

 »¿Sabes una cosa? –Ya no habla consigo mismo–. Aun cuando esa niña murió por mi mano, se fue con una floral risa. Y antes de irse me dijo: «Gracias». –El hombre se voltea y levanta el arma hacía la verdadera forma de su enemigo, una sombra–. ¡Por lo que te prohíbo tomar su forma, demonio!

 El gatillo es apretado, la bala vuela y golpea el espacio-tiempo. La farsa ha sido descubierta, la obra debe bajar su telón. Todo se convierte en un cristal fracturado, y estalla liberando una luz blanca que ciega al mal. La llamada redención.



–Debo aceptarla, no como una existencia aparte que me seguirá hasta la muerte, sino como una parte vital dentro de mí existencia. No debo reprimirla, tengo que cargar con ella. Esa es mi responsabilidad y no puede ser cedida a nadie ni a nada.



—o—

 

Cuando Leonnar abre los ojos, al esfumarse la luz, está de nuevo en el inusual comedor azul, exactamente en el mismo lugar que estaba antes, justo frente a la escalera.

 –Todo se acabó, has perdido –dice el hombre dando el primer paso por la escalera.

 Risas infantiles resuenan casi inaudibles. Sombras corren en las azuladas paredes. Los bailarines han entrado en escena.

 Una canción suena proveniente de la habitación a lo alto. En seguida la palabra «tocadiscos» pasa por la mente de Leonnar. Es una pieza antigua, de procedencia francesa, fácilmente reconocible para aquellos con un gusto por las melodías clásicas. A pesar de que el hombre no tiene un amplio conocimiento sobre esta, puede reconocerla.

 «El actual líder de los Cuervos del Destino tiene gustos peculiares», fue lo que le dijeron y por eso nadie tenía intenciones de conocerlo. Pero el día que él lo hizo, este extravagante sujeto movía una batuta frente varios monitores, al mismo tiempo que una orquesta sonaba desde los altos parlantes en las esquinas del cuarto. Esa música era Danse Macabre de Camilla Saint-Säens.

 ¿Por qué puede escucharla ahora? Toca el bolcillo de su pantalón y siente un objeto largo, no es un cuchillo y mucho menos una pistola. Se trata de la única arma que trajo consigo.

 El pecado conocido por el nombre Érebo, o La Culpa, no puede generar heridas físicas a las personas, con excepción de su portador. Sin embargo, esto no quiere decir que no pueda contraatacar a agentes externos. Es un ente que se alimenta del sentido de culpa que oprime el corazón de sus víctimas: los mira, amplifica y saca a luz alterando la percepción sensorial.

 Nada de lo que muestra es real, y por lo tanto batallar con Érebo es igual a luchar contra uno mismo.

 ¿No son todos así?

 Este es un caso especial. Leonnar lo sabía y por eso quiso entrar solo.

 Sombras danzantes giran por las paredes yendo al mismo lugar que el hombre. Una de ellas sale del plano y se posa en la parte más alta de la escalera, pareciera intentar simular a un objeto tridimensional. Ríe. Coloca sus manos en la tabla que recubre el último peldaño y lo alza sin que se separe del objeto, más bien sería mejor decir que la madera se transformó en una tela texturizada. Y luego la sacude, obligando la orden de mutación a toda tabla que recubra la escalera.

 Un suspiro de sorpresa se ve suprimido, los pies de Leonnar se hunden, resbalando sobre un material que se enreda en sus piernas por cada intento de volverse estable.  Él cae sobre lo que ahora es una rampa envuelta en ceda, sus manos se mueven con velocidad y prueban sostenerse con la tela, no obstante resulta inútil ya que se desgarra en el mismo segundo. En aquel momento apenas es capaz de ver el pasamanos y se lanza para sostenerse de un pilar de este. La madera chilla por el peso.

 «Aún no hemos terminado…», habla el ente.

 La rampa se empina, Leonnar coloca su pie en otro pilar del pasamanos pero este se parte en dos haciendo que se cree un fuerte tirón en el que sostiene su mano. Escupe un gruñido.

 Leonnar mira hacia abajo y el suelo de la primera planta se hunde succionado por un gigante agujero negro. Todo es absorbido y borrado inmediatamente.

 –¡Pero qué diablos es esto! –grita Leonnar eufórico–. ¡Esto es pasarse!

 Desde el vacío que devora la realidad una sombra se desliza hacía el hombre. Él se percata e intenta buscar una manera de escalar, mas su cuerpo es forzado a detenerse. La masa negra con forma de mano sostiene las extremidades de Leonnar con una fuerza incalculable.

 Lo que parece ser la cabeza de la sombra se acerca a la del hombre, con su cuerpo saliendo por la mitad desde la rampa.

 –La obra debe continuar –dice el ente con una voz andrógina, desde una boca en su frente–. ¡Haré que tu mismo ser se devore a sí mismo!

 Érebo envuelve con su sombría imagen a Leonnar, para llevarlo al oscuro reino de la culpa.

 Y entonces… se detiene. Se aleja temblando, difuso y sorprendido. Innumerables bocas se abren en su cuerpo y gritan en silencio. Desde el pecho de Érebo son marcados siete agujeros de los que brota sangre roja. Su sangre. El pecado no tiene ojos, pero Leonnar puede percibir que es la primera vez que él ve su sangre. Descubrió su mortalidad.

 La sombra pierde el equilibro y cae en sufrimiento al más profundo de los vacíos. En la rampa vuelven a aparecer los escalones, la luz logra pasar con mayor claridad y las risas se van volando.

 Leonnar se levanta, usando como apoyo los escalones y continúa subiendo. No puede sentir el brazo, sostener todo su peso con un ángulo no muy oportuno tensionó sus músculos. El tiempo que tarda en llegar a la habitación de arriba es escaso.

 –¿Qué fue lo que sucedió? –se pregunta Leonnar, pero tampoco se detiene demasiado a pensarlo.

 Sea por un golpe de suerte, una entidad desconocida que decidió darle una mano o un milagro, él fue salvado. Además de ser herida, la sombra también quedó descontrolada y desorientada. Aunque esto puede significar algo bueno, su trabajo no ha acabado. Érebo no morirá con eso.

  El pecado de La Culpa sólo puede ser destruido de dos maneras: una es asesinar a su portador y dejar que se extinga solo, aunque persiste el problema de que se alimente de otras personas. La otra, siendo la más difícil, es destruir el objeto al que está ligado emocionalmente su portador. A pesar de que nace cuando alguien tiene culpa, el patrón encontrado es que los afectados llevan consigo un objeto que les recuerda de manera constante que ellos son culpables.

 Ha habido casos –siendo la minoría– en que es la existencia del mismo portador ese objeto. Allí no queda duda de que medida debe ser tomada.

  Leonnar entra a la habitación, en el centro de ésta se encuentra el corazón del Érebo, el cual también es el responsable de la música que se ha estado escuchando sin parar. Una antigua y muy bien cuidada caja de música.

–Aquí estás. –El hombre marcha despacio al mismo tiempo que habla–. En un principio no podía entender por qué me mostraste esas imágenes, cuál era la razón de que abrieras tu pasado a un extraño.

»¿Querías que alguien conociera tu historia? No creo que fuera eso. –Leonnar se detiene frente a la caja de música–. ¿Querías que alguien sintiera lo que tú has sentido? Tampoco.

Leonnar se voltea y ve allí a la sombra, parado justo en el marco de la puerta.

–Dime una cosa, ¿fuiste tú quién puso esa imagen hace rato? –pregunta Leonnar.

La sombra niega con la cabeza.

El hombre saca de uno de los bolcillos en el pantalón un pequeño martillo y lo levanta por encima de la caja. Su tamaño es bastante poco convencional, posee un mango tan justo en altura que la mano del hombre le queda grande.

–¿No vas a evitar que lo haga? –pregunta Leonnar.

La sombra guarda silencio, sin moverse. Toda motivación que pudo haber tenido quedó reducida a nada.

Leonnar mira la caja de reojo, se voltea hacia ella; espera unos segundos sin bajar su guardia y, usando todas sus fuerzas, el martillo es hecho colisionar contra la caja. No fueron muchos la cantidad de golpes necesaria para que la vieja madera, llena de humedad, cediera, rompiéndose en trozos que se esparcieron por todo el piso.



Lo único que hizo Érebo el final fue mirar. Y cuando menos lo esperó, su existencia se esfumó como vapor en un día de verano.


[1] Tiempo bala: El tiempo bala consta en que todo se ralentiza en torno al personaje (éste se llega a mover un poco más rápido que los demás) y le otorga la oportunidad de esquivar algo, hacer una técnica impresionante o una escena con mucha emoción. Este recurso cinematográfico es usado mucho en películas de la actualidad (un ejemplo sería la saga Matrix), y en algunos videojuegos (como Max Payne y Total Overdose).

[2] Glándulas sudoríparas: son unas glándulas situadas en la piel que se encargan de la liberación del sudor.

Leave a Reply

Subscribe to Posts | Subscribe to Comments

Welcome to My Blog

Popular Post

Blogger templates

- Copyright © espera.. -Robotic Notes- Powered by Blogger - Designed by Johanes Djogan -